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El debate | ¿Debe Europa replantear su pacifismo y aumentar el gasto en defensa?

La amenaza que representa la guerra en Ucrania y las reiteradas presiones de Donald Trump para que los Veintisiete aumenten su presupuesto militar reabren la discusión sobre la seguridad estratégica de la Unión en el siglo XXI. Jesús A. Núñez Villaverde y Tica Font ofrecen puntos de vista enfrentados sobre cuál debe ser la respuesta a este desafío

Soldados ucranios operan un tanque Leopard 2A4 en un ejercicio de entrenamiento en la base militar de San Gregorio en Zaragoza, en marzo de 2023.
Soldados ucranios operan un tanque Leopard 2A4 en un ejercicio de entrenamiento en la base militar de San Gregorio en Zaragoza, en marzo de 2023.Paul Hanna (Bloomberg)

La invasión rusa de Ucrania ha traído de nuevo la guerra a suelo europeo y ha obligado a los Estados miembros de la UE a plantearse cuáles deben ser sus capacidades defensivas con un enemigo como Vladímir Putin a sus puertas. Si desde la Segunda Guerra Mundial Europa había confiado el grueso de su defensa a Estados Unidos en el marco de la OTAN, las amenazas de Donald Trump obligan a la Unión a abordar cómo reforzar la seguridad colectiva y la polémica cuestión del gasto militar.

En nuestro debate de esta semana, el codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria, Jesús A. Núñez Villaverde, cree que ha llegado el momento de que los países de la UE cambien de mentalidad y piensen en la defensa como política común, mientras que la investigadora del Centre Delàs d’Estudis per la Pau, Tica Font, considera que Europa debe aprovechar la nueva posición de EE UU para abandonar la disuasión y la imposición como instrumentos.

Europa de la defensa, antes de que sea demasiado tarde

JESÚS A. NÚÑEZ VILLAVERDE

La Unión Europea (UE) es el espacio de bienestar y seguridad más exclusivo del planeta. Una posición a la que los Veintisiete hemos llegado como resultado de una apuesta que ahora hace aguas por diversos flancos, dado que buena parte de nuestro bienestar deriva de la dependencia rusa de hidrocarburos y de las manufacturas chinas, y gran parte de nuestra seguridad depende de la cobertura estadounidense. Dentro de ese marco, que define nuestra falta de autonomía, nos hemos recreado imaginando que somos una potencia no imperial, convencidos de que el comercio y las interdependencias con nuestros potenciales rivales y enemigos sirven como antídoto contra la guerra y de que todos ellos comparten nuestros valores y nuestros principios.

Pero la realidad es que, frente a esa idílica ensoñación, el orden de seguridad continental ha quedado destrozado, tanto por las divergencias internas entre europeístas, atlantistas y neutrales, como por las unilaterales acciones estadounidenses en suelo europeo y el imperialismo belicista de Vladímir Putin, con Ucrania como ejemplo más obvio. Un panorama que expone abiertamente nuestra incapacidad para defender nuestros propios intereses con nuestros propios medios y al que se suma, con creciente inquietud, la posibilidad de que Donald Trump regrese a la Casa Blanca y complete la ruptura del vínculo trasatlántico.

Aun así, el paradigma de seguridad y defensa de los Veintisiete sigue anclado básicamente en visiones nacionales absolutamente anacrónicas que, en definitiva, se traducen en una bien visible dependencia de Estados Unidos a través de la OTAN. También nos hemos autoconvencido de que en nuestras sociedades posheroicas la guerra es cosa del pasado y hasta es incluso posible prescindir del instrumento militar de último recurso, o al menos seguir dejándolo en manos nacionales, como si no fuera evidente que ninguno de los ejércitos nacionales sirve para garantizar la seguridad de su propio Estado y que la subordinación a Washington nos arrastra a situaciones indeseables, sea en Europa o en relación con Pekín o Moscú. Y así, ni la crisis económica (2008), ni el Brexit y la pandemia (2020), ni los desplantes del primer Trump han servido para traducir en hechos la pretensión de lograr la autonomía estratégica definida ya en 2019, más allá de pequeños pasos en el terreno industrial de la defensa y en la creación de algunos fondos para promover la Europa de la Defensa.

Mantener esa actitud y el actual ritmo de tortuga implica tanto aceptar que la UE acabe siendo irrelevante en el escenario internacional, como poner en mayor peligro nuestra propia seguridad, a la espera de que unos nos abandonen y otros deseen dominarnos. De ahí que sea imperioso asumir la necesidad de replantear el modelo, entendiendo que no es posible garantizar la seguridad propia si no se cuenta con todos los componentes asociados al ejercicio del poder, incluyendo inevitablemente el militar. Eso no supone militarizar nuestras vidas ni querer imitar a EE UU convirtiéndonos en una superpotencia militar. En términos conceptuales se trata simplemente de asumir que necesitamos contar con medios adecuados para poder responder autónomamente a las amenazas y riesgos de muy distinta naturaleza que pongan en peligro nuestros intereses compartidos. Y para eso no siempre basta con diplomacia y relaciones económicas, sino que también precisa medios militares en todos los niveles imaginables para prevenir una guerra, o para ganarla si desgraciadamente estalla.

Ese cambio de paradigma tampoco significa, como a menudo se argumenta interesadamente, gastar más en defensa, obligándose a alcanzar un tan sacralizado como inexplicado 2% del PIB nacional a dicho capítulo. La clave fundamental para ello reside en el cambio de mentalidad, desde un trasnochado cálculo nacional hasta el comunitario, entendiendo que sólo se trata de gastar mejor; es decir, de poner el esfuerzo actual al servicio de la tarea común y no al de delirios nacionales quijotescos.

La Unión Europea se prepara para la guerra

TICA FONT

La Unión Europea nació con el objetivo de crear paz en suelo europeo, de impedir que volviera a haber otra guerra entre los países miembros. Para ello se empezó por interrelacionar las economías de manera que fuera imposible un conflicto bélico. De momento podemos decir que el objetivo se ha cumplido: la receta ha demostrado ser un éxito. En el imaginario social todavía están presentes los sufrimientos, penurias, culpas y traumas de las dos contiendas mundiales y de la colonización. Durante y después de la Guerra Fría, los políticos europeos han sido reticentes a involucrarse en campañas para las que Estados Unidos requería de su participación: Afganistán, Irak, Libia o Siria. Hasta ahora no ha habido consenso dentro de la UE para intervenir fuera de su territorio.

La guerra de Ucrania, sin embargo, hay que situarla en el nuevo contexto mundial de fin de la era unipolar de predominio estadounidense, en un nuevo escenario de disputa por la hegemonía mundial, en concreto, de competición con China. Estados Unidos lleva años planteando que sus intereses se dirimen en Asia y no en Europa, por eso plantea a la Unión Europea que se encargue de su propia seguridad. Así, Ucrania ha ofrecido la ocasión de plantear fuertes aumentos del presupuesto en defensa, pero para que la población apoye estos incrementos ha sido y es necesario generar el temor de que Rusia invada la UE, aunque sea improbable. Se nos dice que es necesario incrementar los presupuestos de defensa de cada país hasta alcanzar el 2% del PIB. ¿Por qué con el 2% ya tenemos seguridad y no con el 3% o el 4%? ¿Por qué la seguridad tiene que estar ligada al ámbito militar? En el fondo, estos incrementos se dirigen a plantear que la UE debe prepararse para intervenir militarmente en el exterior, concretamente en aquellos países que puedan impedir el acceso a recursos estratégicos necesarios para el mantenimiento de su economía.

Los ciudadanos, sin embargo, no queremos la guerra y, dado que Estados Unidos quiere irse de Europa, es el momento idóneo para construir identidad europea fuera del esquema del uso de la fuerza militar y de la coerción como norma de relación. Si la creación de la Unión Europea fue todo un modelo regional económico y social, es la ocasión de separarse de Estados Unidos y de crear un sistema menos duro de relaciones entre países. Es decir, de abandonar la disuasión, la imposición y la guerra como instrumentos políticos.

La guerra de Ucrania está tan estancada que podríamos decir que militarmente está perdida, lo que no significa que Rusia la gane, pero será difícil que Moscú abandone los territorios ocupados. A Ucrania solo le quedará la posibilidad de desestabilizar esos territorios. Cuanto más tiempo pase, más difícil resultará la negociación para acabar con el conflicto. La guerra se inició invocando la legalidad y el derecho a la soberanía y a la defensa, pero nunca se ha pensado en las personas que iban a sufrirla. Se ha defendido que esta era una guerra justa. La pregunta es: ¿justa para quién? Se han producido muertos, heridos, desplazamientos masivos de población, destrucción del sistema productivo, de infraestructuras vitales, de hospitales. Como en Rusia, en Ucrania se ha aplicado la ley marcial, no hay libertad de expresión y se han suspendido las elecciones.

Cuando se alcance un acuerdo para acabar la guerra, se abordarán cuestiones como la soberanía, la desmilitarización de ciertas zonas o la prohibición de establecer bases de la OTAN en territorio de Ucrania. Pero es necesario ampliar el enfoque y que ese hipotético acuerdo contemple que no pueda haber purgas, que no se imponga el silencio a los perdedores o la pérdida de derechos. Si ponemos el foco en las personas y en el respeto a la diversidad sería conveniente empezar a buscar soluciones que las contemplen. Por ejemplo, que sin cambiar las fronteras, la región de Donbás tenga una gestión internacional que supervise el Gobierno, los cuerpos de seguridad y la justicia. Una paz sin venganza.


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