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Latinoamérica
Columna
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¿Qué le pasa a la izquierda?

La democracia, creíamos con un cierto orgullo, era la victoria de lo nuevo contra el atraso autoritario del pasado. Era el cambio generacional de lo inculto por una casi nueva humanidad. Ahora hay una euforia por la extrema derecha

Lula da Silva, presidente de Brasil
Lula da Silva, presidente de Brasil, en una fábrica de coches en São Bernardo do Campo, el pasado 2 de febrero.CARLA CARNIEL (REUTERS)
Juan Arias

Un albañil no profesional pero que hacía muy bien su trabajo cuando bebía un trago más se me acercaba y me decía que lo mejor del hombre era el corazón. “Lo llevamos a la izquierda”, decía. El adagio popular habla, sin embargo, de levantarse con el pie izquierdo cuando algo nos va mal. Ah, pero Dios en la Biblia dice que en el más allá los buenos estarán a su derecha y los malos a su izquierda. ¿En qué quedamos?

Hoy basta echar un vistazo a los comentarios de la prensa internacional para entender que algo no funciona en el panorama de las llamadas políticas progresistas o de izquierdas mientras nos estremece la invasión de una extrema derecha que engorda alrededor del mundo.

La lógica aristotélica sigue actual: ante los hechos no caben ilaciones. Y los hechos, en política, están hoy ante los ojos de todos. ¿O no es verdad que los valores que se adjudican a la izquierda, al progresismo, al modernismo, a los movimientos sobre el tema de las nuevas identidades, empiezan a estar en crisis mientras galopan lo que creíamos residuos rancios del atraso generacional?

La democracia, creíamos con un cierto orgullo, era la victoria de lo nuevo contra el atraso autoritario del pasado. Era el cambio generacional de lo inculto por una casi nueva humanidad. Y podía y debía serlo porque en el ser humano anida la metafísica de la superación. Y la izquierda, con sus nuevos símbolos de libertad, de abrir puertas quebrando cerrojos que oprimían la inteligencia, se presentó como la bandera de la nueva civilización liberada de las cadenas de pasados oscurantismos.

¿Qué le está pasando entonces a ese movimiento libertador que parece haber perdido oxígeno dejándose adelantar por los torpes trotes de una derecha que hasta ayer nos resultaba zafia y hoy amenaza con ganarnos la carrera en las urnas para volver a recuperar el timón del mundo?

De nada sirve derramar lágrimas y lanzar anatemas sobre el galope de las extremas derechas en el mundo. Se necesita reflexionar más que lamentar el porqué de esa nueva epidemia derechista o oscurantista, o nazista, o como se la quiera llamar. ¿Por qué la izquierda, no la estalinista, sino la de las banderas de la libertad, la que nos brindaba una visión del mundo a la luz del sol, de puertas y ventanas abiertas a la creatividad y sin los tabúes de una religiosidad asfixiante, empieza a estar en crisis?

Los analistas políticos se rompen hoy los sesos para intentar explicar la nueva fascinación que en millones de personas, hasta en países vistos como impermeables a los demonios del oscurantismo, está creando la rancia cultura de un pasado que creíamos enterrado. ¿Será que nos hemos cansado también nosotros de vivir sin cadenas y volvemos a añorar las viejas ollas bíblicas de la esclavitud egipcia, despreciando el maná símbolo de la liberación?

Era la izquierda libertadora, la socialdemocracia, la de las mañanas de sol para todos y no solo para los privilegiados de la corte, que había despertado sueños que parecían imposibles. Las izquierdas que eliminaban del mapa las manchas de la iniquidad que discriminaba a los que perdían el paso en la carrera de la vida, parecen haber entrado en crisis, acogotadas, cuando no fascinadas, por la irrupción de las viejas nostalgias opresoras.

No basta con quejarse, con sorprenderse, con anatematizar a esas nuevas derechas del ultraliberalismo. Es necesario presentar a los electores alternativas de entusiasmo, liberadas de etiquetas, compresibles para todos, capaces, sino de eliminar, por lo menos de disminuir las llagas de esos millones de personas que no consiguen vivir con un mínimo de dignidad humana.

O la izquierda es capaz de volver a ganar la confianza de las masas y de entusiasmarlas, o el mundo se verá atrapado más rápido de lo que imaginamos en oscuras experiencias que evocan, cuando no superan, a los viejos demonios que ya envenenaron y hasta ensangrentaron a los pueblos bajo las manidas banderas de “Dios, Patria y Libertad”.

La experiencia de siglos nos recuerda que si la confianza de los pueblos en los valores democráticos se pierde, recuperarla puede ser una batalla de titanes. El momento que el mundo atraviesa en su crisis política, donde no acaso vuelven a surgir los olvidados conflictos sangrientos del pasado, nos lo está demostrando.

Destruir y corromperse, querer mantenerse en el poder a cualquier costo y usar ese poder para oscuros intereses personales, es siempre más fácil y rápido que crear nuevos paradigmas de confianza y esperanza de que es aún posible vivir bajo cielos donde la política no sea una palabra maldita.

Y donde los valores de la democracia, sin adjetivos, sin etiquetas, sean una realidad creadora de bienestar e ilusiones para todos. Juntos y entusiasmados. ¿Utopía? Claro. ¿Pero es que es posible vivir sin utopías sin que crezcan las angustias existenciales que empiezan ya a aquejar a millones de personas como una epidemia que afecta no solo a su físico sino también más allá?

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