La amnistía por el mal camino
La medida de gracia se ha convertido en un factor de hostilidad porque sigue fallando su fundamento cívico
La tramitación de la ”Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña” es el proyecto que condicionará esta tensa legislatura, y sigue por el mal camino. En el pleno del martes, Junts votó en contra del texto que la semana anterior el partido ya había aprobado en la Comisión de Justicia, cuando consiguió que se introdujese un retoque patillero sobre ¡terrorismo! en el redactado de la ley con el propósito de regatear el siempre tan y tan oportuno auto dictado por el previsible magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón. Este último giro de guion en el Congreso de los Diputados, que define a una formación que hoy se caracteriza por actuar según la imprevisibilidad agónica (lo experimentamos ya el mes pasado en la inolvidable sesión celebrada en el Senado), no debería sorprender. Pero tampoco vale señalar únicamente a los alfiles de Carles Puigdemont en Madrid. El problema de la amnistía, que tensa por definición la cláusula de igualdad entre los ciudadanos en un Estado de derecho, es más profundo. Al margen de si tiene encaje constitucional o no, este radical proceso legislativo, que se ha querido tramitar de urgencia, sigue tocado por su origen espurio.
La amnistía, sobre el papel, se impulsa “en aras del interés general”. Así se afirma en la exposición de motivos de la propuesta de ley registrada por el PSOE el pasado 13 de noviembre. Toda vez que existiría la convicción dominante de que es mejor no volver la vista atrás para superar un período de crisis institucional, social y económica en Cataluña y en el resto de España, porque sí, fue un desastre sin paliativos, el legislador decide “excepcionar la aplicación de normas vigentes” al entender que esa es la mejor manera para poder reiniciar una etapa de vida en común que podría quedar otra vez interrumpida por el desarrollo de decenas de procesos judiciales, administrativos o contables. Ese es el espíritu de la ley, sobre el papel. Y, sin urgencias, podría ser mucho más compartido por quienes quieren cerrar definitivamente ese estéril ciclo de desobediencia institucional como por quienes creen que la respuesta al procés, la judicial y la de las cloacas, fue desproporcionada y, sobre todo, por los que entienden que ese es el precio a pagar para que Vox no brutalice la política española desde el Gobierno. O por los tres motivos a la vez.
Pero el problema es que esa apelación al “interés general” es percibida como una impostura que solo oculta la voluntad de poder de Pedro Sánchez y el cálculo de Puigdemont y su espacio político. Mientras no se corrija esa percepción, y eso requiere tiempo, deliberación y magnanimidad recíproca de todos los actores implicados, la amnistía seguirá por el mal camino. Primero porque sus promotores, y lo digo parafraseando al constitucionalista Víctor Ferreres, aún no han argumentado de manera convincente cuál es la razón pública que justifica una medida tan excepcional. Al contrario. Por ahora, para ser honestos, está ocurriendo más bien lo contrario a lo que la ley en teoría pretende, conectando su tramitación con lo peor de la política de nuestro tiempo. Lo argumentaba esta semana David Brooks en The Atlantic. En las sociedades de la polarización afectiva, aquello que crea comunidad es la “solidaridad hostil”: agruparse para ir contra unos enemigos que deben ser represaliados toda vez que son caracterizados como una amenaza existencial. En nuestro contexto, la amnistía se ha convertido en un factor de hostilidad, que también rentabiliza la oposición, porque sigue fallando su fundamento cívico. Nada que no supiese el poeta: “La última tentación es la mayor traición: hacer la acción correcta por la razón equivocada”.
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