El realismo político del putiferio
La Constitución es amenazada de manera más insidiosa que antaño por las claudicaciones del Ejecutivo. Su defensa precisa una voluntad de reforma que nada tiene que ver con rendirse a las ensoñaciones nacionalistas
Debemos agradecer a la diputada Míriam Nogueras su apasionada descripción de en qué se ha convertido la política española: un auténtico putiferio. Esta palabra italiana, malsonante para algunos y que el uso popular confunde con puterío, originariamente solo define un desmadre o follón. Pero la literatura y la historia ofrecen testimonios de casas de tolerancia más respetables que algunos conciliábulos políticos, o sea que no hay que escandalizarse ante ninguna de sus acepciones. La definición de Nogueras es más acertada que la promovida por el presidente del Gobierno del putiferio cuando anunció que, en nombre de un supuesto realismo político, había hecho de la necesidad virtud al pactar su permanencia en el poder a cambio de la humillación del Estado. No hay necesidad alguna, salvo para su interés personal y el de sus amigos, y mucho menos virtud: ni prudencia ni justicia ni fortaleza ni templanza.
Es tal el número de intelectuales, políticos, antiguos dirigentes y simples votantes que denuncian la renuncia del PSOE a principios básicos de la socialdemocracia que el presidente no fue capaz de defender en su balance de fin de año su programa estrella: la amnistía. Prefirió aburrir a la audiencia con un nuevo ejercicio de autosatisfacción sin asomo de autocrítica. En contraste, el Rey salió en defensa de la Constitución y de la unidad de la nación española, tal y como en ella se define. Insistió igualmente en la necesidad de que las instituciones del Estado operen al servicio del interés general de todos los españoles. No está de más la advertencia cuando Sánchez, en nombre de recuperar la convivencia civil supuestamente amenazada en Cataluña, ha logrado dividir y polarizar hasta el extremo la política española.
El régimen del 78 ha hecho de España un país libre, rico, moderno, igualitario y estable como no lo conocíamos desde hace siglos. Ahora vivimos días confusos, pues la Constitución es amenazada de nuevo, de manera más insidiosa que antaño, por las claudicaciones del poder ejecutivo. Su defensa precisa una voluntad de reforma, que nada tiene que ver con rendirse a la ensoñación de los nacionalismos supremacistas. Pero lejos de atender a esa necesidad, las elecciones del año pasado abrieron un periodo legislativo en el que las fuerzas y los líderes políticos están sumiendo al país en un auténtico putiferio.
Naturalmente, es preciso dar una respuesta política y no solo judicial al desafío independentista de Cataluña. Y a la hora de dirimir el conflicto territorial, cualquier solución pasará antes o después por reformas constitucionales. Estas exigen la colaboración de todo el arco parlamentario, o al menos de una gran mayoría del mismo, y de manera singular de los partidos centrales. A dichas reformas hay que agregar otras entre las que destacan la de las leyes electorales, un pacto por la educación y una reforma de la Administración pública y del sistema judicial. Nada de eso es nuevo. Se trata de corregir vicios de nuestra convivencia que vienen de lejos, y muchos se encuentran en la base de la corrupción, ya sistémica. Una forma de la misma son los pactos y complicidades del Gobierno con el fugitivo del portamaletas a cambio de la investidura. No responden a ningún proyecto político, sino que son una burda manera de comprar votos.
Nos encontramos ante problemas denunciados por muchos en su día. Aunque odio citarme a mí mismo, hace 40 años yo mismo publiqué un ensayo donde advertía de que “la democracia en España se verá siempre sometida al chantaje de los victimismos nacionalistas si no se da una respuesta política coherente al problema autonómico. Un Estado de signo federal —rechazado al principio de la transición por los militares— hubiera sido probablemente una solución más pragmática que la del Estado autonómico”. Para añadir que “la escasa operatividad de los partidos, (…) el exceso de clientelismo en las fuerzas políticas, dificultan la obtención del consenso necesario (…) y enlaza con la opinión extendida de que la política no arregla las cosas y los políticos son todos unos malandrines. Todo ello es consecuencia de los defectos y perversiones del sistema electoral y el funcionamiento del Parlamento: listas cerradas y bloqueadas para las votaciones depositan en las cúpulas ejecutivas de los partidos un fabuloso poder. Muy pocas personas en el seno de cada formación deciden los candidatos que serán elegidos (…) de modo que no es ya el Parlamento el que controla al Gobierno, sino el Gobierno el que controla a la mayoría parlamentaria (...) Una reforma de todo el sistema de representación es necesaria en España”.
Estas cosas las decíamos en 1987. Luego vinieron los tiempos de la abundancia, la burbuja y el pretendido milagro económico. Lo mismo éramos capaces de invadir Irak con Aznar que maravillarnos ante los delirios de Zapatero, capaz de asegurar en plena crisis financiera que habíamos superado a la economía de Italia, en breve lo haríamos a Francia y no muy tarde a la propia Alemania. Esa Alemania que apenas dos años después ponía de rodillas a la cacareada soberanía del pueblo español obligándonos a reformar la Constitución por vías de alta velocidad y merced a un pacto secreto. Este fue el único cambio sustancial que nuestra Ley Fundamental ha experimentado en sus 45 años de vigencia, junto con la adaptación a los tratados europeos y la corrección ahora sobre la definición de las personas con discapacidad. Semejante situación llevó a publicar también en nuestro periódico un manifiesto en el que se reclamaban de nuevo una ley electoral, una reforma de la Administración de Justicia, un pacto por la educación y otro para preservar y mejorar la sanidad pública. Por último, un modelo federal para el Estado de las autonomías. Ni una sola de estas sugerencias mereció no ya su puesta en práctica, sino al menos un debate, en sede parlamentaria ni fuera de ella. Y eso que desde hace tiempo sabemos que es necesario contar con una lista cerrada de competencias exclusivas y no transferibles del Gobierno central o federal y mantener su presencia activa en todo el territorio nacional como salvaguarda de la igualdad de derechos básicos de los españoles. Algo que el Gobierno de la Generalitat, cuyo presidente es el primer representante del Estado en su área, vulnera de continuo.
La crisis de 2008 y años subsiguientes fue cruel, incluso letal, con el triunfalismo de los políticos. El deterioro de las democracias representativas no ha hecho más que crecer. La globalización, la emergencia de nuevas potencias mundiales, la superpoblación de los países pobres y el envejecimiento de los ricos son problemas de magnitud universal que amenazan la sostenibilidad del actual orden social y político. Pero ni la pandemia, ni el volcán, ni las guerras, ni su derrota en las urnas han sido capaces de disminuir la estólida expresión de nuestro jefe del Gobierno que dice que todo va bien.
Aunque en La Moncloa piensen que la confrontación entre las dos Españas les beneficia, y la promuevan sus portavoces, si seguimos por ese camino en nombre de la memoria histórica solo cosecharemos desmemoria. Este país fue lo que fue durante los últimos 200 años: se consumió en guerras civiles, decadencia y desencanto generación tras generación. El régimen del 78, vapuleado por ignorantes y oportunistas, fue la reconciliación y el perdón, no el olvido. Sellamos una alianza para la libertad que durante décadas hemos tenido oportunidad de disfrutar. Roto el consenso constitucional entre los partidos centrales por culpa del supuesto realismo político del malabarista de turno, me viene a la memoria una cita del maestro Carlos Fuentes acerca de la realpolitik, tan venerada en su país mexicano: “Es el culo por el que se expele lo que se come”. Expresión digna de las consecuencias del putiferio.
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