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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Los vicios de la democracia española

Juan Luis Cebrián

A lo largo de la última década, la transición española ha sido motivo de estudio, y aun de admiración, por parte de numerosos observadores. La forma pacífica como se ha desarrollado, la peculiaridad de la reinstauración monárquica y la juventud de los protagonistas del cambio eran algo noticioso, o sorprendente, para los extranjeros. También el hecho de que, arrastrada por el empuje de las demandas populares, la misma derecha que había amparado el franquismo y colaborado activamente con él se dispusiera a trabajar en la construcción de un consenso democrático.Diez años más tarde, la democracia española se halla consolidada; los temores de involución política, desterrados, y los grandes fantasmas que emanaban de la dictadura (el Ejército, la Iglesia y la llamada oligarquía financiera), despojados de su carácter de amenaza inminente. El fracaso del golpe del 23-F y el triunfo de los socialistas por mayoría absoluta en octubre de 1982 contribuyeron a dicha consolidación, basada en un nuevo pacto histórico, inédito hasta ahora en España: el de las fuerzas de izquierda con la sociedad establecida. España vive, así, una nueva experiencia socialdemocrática cuando la socialdemocracia se desploma, o se transforma hasta la desfiguración, en los países de la Europa occidental. Esto, y problemas internos generados por la propia evolución democrática, es lo que hace dudar a algunos de que la solidez del Gobierno socialista y del aparato institucional del régimen sean tan fuertes como las cifras electorales parecen indicar. De hecho, el país se encuentra inmerso en una crisis peculiar, en la que lo que más sobresale es la insuficiencia de la mayoría parlamentaria para dar respuesta a problemas muy concretos y acuciantes. Algunos de estos problemas son todavía pesada herencia de un pasado casi secular, que ha ido produciendo, por acumulación, malformaciones y carencias de todo tipo en el entramado del país. Otros son consecuencia directa del sistema utilizado durante la transición, de las renuncias que todos los sectores sociales y políticos hubieron de hacer en pro de la búsqueda de un consenso efectivo y de las corrupciones y errores producidos por los nuevos equipos de gobernantes.

Pese a la bondad de los indicadores macroeconómicos y a la solidez parlamentaria del partido gobernante, España afronta hoy un panorama nada relajado. En la economía, la persistencia de elevadas tasas de desempleo y de un abultado déficit público empañan los logros conseguidos en la lucha contra la inflación y el impulso al crecimiento. En la política, la permanencia del terrorismo en el escenario del conflicto vasco, la confusión reinante en la construcción del Estado de las autonomías, el deterioro del Parlamento en su misión de control del Gobierno, la desmembración de los partidos de oposición y la conversión -perversión diría yo- del partido del Gobierno en una simple y fabulosa maquinaria electoral y en una oficina de empleo político, son signos de una crisis nada larvada que, de conducirse mal, puede generar quiebras institucionales de primera magnitud. El anquilosamiento de la Administración del Estado primero, y su vampirización después por los intereses políticos del partido gobernante, han conducido a un reforzamiento de la burocracia y de su inutilidad, que camina en dirección opuesta a las necesidades de fortalecimiento de la sociedad civil. La ausencia de una nueva cultura política, sustitutiva del viejo doctrinarismo antifranquista y del enunciado escueto de la lucha por la libertad, contribuye poderosamente a ello. Con honrosas excepciones, muy contadas, el grueso de los intelectuales también ha sucumbido de una forma u otra. No es sólo ni principalmente por lo que se ha llamado el pesebre (la abundante nómina de escritores y artistas que depende de las administraciones públicas o las cuantiosas subvenciones que la cultura recibe). Hay un temor justificado de la inteligencia española, feliz y mayoritariamente alineada con posiciones democráticas, a un regreso al pasado o a una caída en el abismo de la contestación, sin más, a los socialistas. También, una ausencia del ambiente apropiado para la tarea intelectual.

De entre los temas apuntados o sugeridos anteriormente quisiera detenerme en tres puntos cuya consideración me parece esencial para elaborar cualquier reflexión sobre el futuro del país: la reforma de la Administración, los problemas de las autonomías y su relación con la violencia política, y las deficiencias de los sistemas de representación.

LA REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN

El escritor catalán Josep Pla, en su dietario de Madrid (1921), describía ya de esta manera la cuestión: "España -como Estado- ha sido siempre una burocracia. Durante siglos gobernó la covachuela, en cuyo pináculo había el despacho universal. Ahora, la covachuela es mucho más vasta. Su poder es inmenso, sobre todo desde el momento en que los empleados entraron en un escalafón sagrado y desaparecieron los cesantes. Ha habido Gobiernos que han cometido la ingenuidad de elaborar un papel para mejorar -a su modo de ver- la burocracia. Ha sido como el timo de las misas. Sus efectos se han volatilizado. ¡Se lo ha tenido que envainar!, se oye decir en las tertulias de los cafés, refiriéndose a la cuestión de la que estamos hablando". Para terminar con esta sentencia, del propio Pla, sobre los males de la burocracia: "El hombre que se encarase con el problema y lo resolviese sería el estadista más grande que habría tenido nunca España". Impresiona comprobar que casi 70 años después, durante los cuales el país ha vivido tres regímenes políticos diferentes y una sangrienta guerra civil, estas frases conservan toda su vigencia.

El problema de la administración en España no es en sí muy diferente al de otros conglomerados burocráticos de los países europeos. Pero su peso sobre la sociedad civil es relativamente superior. La equiparación de la noción de Estado -y por ende, la de soberanía- a la de fortaleza de la Administración pública es una lamentable constante de la mayoría de las naciones. En España, durante siglos, esa imagen se veía basamentada o reforzada por la presencia de las Fuerzas Armadas y el manto protector de la Iglesia. Hoy puede decirse que, eliminado el Ejército del protagonismo de la vida política y apartada la Iglesia de similares menesteres, la Administración pública ha absorbido aún mayor cúmulo de representaciones y mitificaciones del valor del Estado.

Cuando los socialistas llegaron al poder lo hicieron con la promesa formal de que emprenderían una reforma administrativa en gran escala. Se trataba, por un lado, de eliminar el maridaje permanente entre sectores de intereses privados y los cuerpos administrativos de elite, maridaje que había generado un modelo de crecimiento económico concreto, calificado de desarrollismo y caracterizado por la patrimonializaci6n del Tesoro público en beneficio exclusivo de unos pocos. Por otra parte, era preciso amoldar la Administración misma a las necesidades concretas del nuevo Estado de las autonomías; y, finalmente, poner coto a las corrupciones, despilfarros y dejaciones características de su funcionamiento interno.

Felipe González relata con frecuencia la sorpresa que tuvo al comprobar, después de su investidura como presidente, lo que él llama la debilidad del Estado. Según él, la imagen todopoderosa que éste proyectaba sobre los españoles durante las décadas franquistas para nada respondía en realidad al funcionamiento chapucero y bastante cutre de las oficinas de la Administración. Queja semejante he oído de los labios de Adolfo Suárez y de Leopoldo Calvo Sotelo tras sus respectivas tomas ole posesión como primeros ministros. Podría decirse que, en opinión de los tres presidentes de Gobierno de la todavía joven democracia española, las estructuras del Estado estaban tan desgastadas por la sumisión a los dictados del Generalísimo que la Administración toda padecía una endeblez preocupante para el mantenimiento de la integridad soberana y el prestigio del país. Consecuentemente, los tres se han dedicado, con mejor o peor fortuna, a una tarea de reforzamiento del aparato tecnocrático estatal, que en todos los casos, y notablemente en. el socialista, han sabido imbricar con el juego de intereses del partido de la mayoría.

Puede suponerse que la tarea de crear Estado no la creía el PSOE incompatible con la reforma de la Administración cuando, de hecho, en su primer Gobierno un alto funcionario fue designado para esa misión específica. Junto a la necesidad de acoplarse al Estado de las autonomías, lucía también la de intentar una renovación en profundidad del aparato administrativo. La ley de Incompatibildades y la de Reforma de la Función Pública estaban destinadas precisamente a ser los vehículos para realizarlo. Y, como premonitoria advertencia de la dureza que el Gobierno prometía aplicar al respecto, su vicepresidente anunció con prosopopeya que a partir de comienzos de 1983 los funcionarios entrarían a trabajar a las ocho de la mañana, como era su obligación, y no a las nueve y media o diez como resultaba costumbre. Cuatro años más tarde de todo aquello, ni siquiera el cumplimiento del nuevo horario han sido capaces de aplicar. Muchas de las escasas incompatibilidades resultantes de la reforma legislativa, en gran parte relativas a médicos de la Seguridad Social, han sido anuladas por los tribunales en base a razonamientos procesales, y el poderío y presencia de los cuerpos de elite de la Administración en el panorama político siguen siendo abrumadores.

Este reforzamiento de los intereses corporativistas de la burocracia como forma de hacer Estado se muestra presente en todas y cada una de las decisiones de la mayoría socialista: desde las leyes de educación a las de sanidad, pasando por las últimas normas reformadoras de la función pública, al final lo que prima es el interés de los estamentos y cuerpos administrativos sobre el de los ciudadanos. Pretendo no caer en la demagogia: no digo que no haya habido avances positivos en algunos campos, y mejora de la eficacia o limitación de la ineficacia en otros: pero la Administración, como un todo, se ha fortalecido, nutrido y sedimentado durante el último lustro.

El empeño extenuador en la potenciación del Estado autonómico ha sido perjudicial, al mismo tiempo, a la hora de poner en valor el papel descentralizador de los municipios. El resultado de todas estas acciones e inhibiciones consiste en un fabuloso anquilosamiento del aparato burocrático, con el que el PSOE trata de establecer por su parte una coyunda ¡lícita. En esa especie de contubernio entre aparato del Estado y PSOE algunos descubren la resurrección del franquismo sociológico. Constituye un juicio exagerado. Pero no cabe duda de que existe una tendencia, cada vez más acusada, hacia la patrimonialización del Estado por parte del partido socialista.

LA CUESTIÓN DE LAS AUTONOMÍAS

Resulta notable que 10 años después del comienzo de la transición sean los problemas de la construcción del Estado autonómico los que siguen concitando mayores preocupaciones por parte de los artífices del régimen. Pero no es para menos. Ideado para dar respuesta de manera prioritaria a las tensiones independentistas en el País Vasco y Cataluña, el sistema sólo puede ser considerado como bueno en tanto que, hasta el momento, se ha evitado que se rompa. Pero las dificultades que su funcionamiento entraña, y las distorsiones que provoca en la vida política, son evidentes. Estas dificultades y distorsiones provienen de un hecho fundamental: la confusión y deliberada ambigüedad con que el título VIII de la Constitución aborda las competencias exclusivas del Estado y las de las comunidades autónomas, reconocidas como una eventualidad, pero nunca descritas como tales competencias exclusivas. Ello ha generado una situación de permanente conflicto entre autonomías y poder central, que no sería tan grave si muchas veces este conflicto no fuera deliberadamente buscado en Euskadi y Cataluña como una de la señas de identidad política. Paralelamente, el método de transferencias presupuestarias provoca que quien administra el gasto (gobierno autónomo) no recaude el impuesto, lo que no añade precisamente claridad ni fluidez a las relaciones entre los ciudadanos y los gobernantes.

Una respuesta sensata al Estado de las autonomías pasaría probablemente por una revisión del título VIII de la Constitución, pero los temores a reformar ésta son todavía muy acendrados. Y lo son, sin duda, en este punto, debido sobre todo a la actividad terrorista de ETA, en conexión con las demandas separatistas de amplios sectores de la sociedad vasca. No cabe la más mínima duda de que mientras la cuestión de Euskadi no esté resuelta no podrá hablarse de total estabilización de la democracia en España. Por otro lado, ésta se verá siempre sometida al chantaje de los vietimismos nacionalistas si no se da una respuesta política coherente al problema autonómico.

Un Estado de signo federal -rechazado al principio de la transición por los militares y temido por numerosas fuerzas políticas- hubiera sido probablemente una solución más pragmática que la del actual Estado autonómico. En las presentes circunstancias, se hace imperioso por lo mismo completar, allí donde no se ha hecho, el reparto de competencias y las correspondientes transferencias a las autonomías, y definir de una vez por todas un sistema de financiación de éstas que no esté pendiente de permanentes tiras y aflojas entre el poder central y el de los llamados periféricos.

En cualquier caso, puede predecirse que el Estado de las autonomías dará todavía algún trabajo extra en el proceso de desarrollo español. Las tensiones y recelos constantes, las pugnas entre las diversas burocracias, el diferente signo político e ideológico de los Gobiernos autonómicos respecto al central, son leña que se arroja diariamente al fuego de un conflicto histórico y lingüístico en el que prima la pasión sobre el buen sentido.

Por último, la persistencia del terrorismo, impulsado por el nacionalismo radical vasco, no tiene visos de ceder. La ineficacia de la policía y el planteamiento del problema por parte de los dirigentes del Ministerio del Interior no contribuyen precisamente a que lo haga. El empleo de leyes especiales antiterroristas parece más bien destinado a demostrar a la derecha ultramontana y al Ejército que se hacen cosas en esta materia y no a combatir efectivamente a los terroristas, dada la inutilidad probada de dichas leyes. La violencia en Euskadi no tendrá solución mientras no se dé una respuesta política a los problemas de aquel país. La escasa operatividad de los partidos, la fragmentación social a la que se ha llegado -puesta de relieve en las últimas elecciones-, el exceso de ellentelismo y fulanismo en las fuerzas políticas son otras tantas cuestiones que dificultan la obtención del consenso necesario. En muchos aspectos es más preocupante hoy la división interna entre los vascos que la división entre vascos y el resto de los españoles. Euskadi vive una especie de guerra civil !arvada, un todos contra todos, en el que el único beneficiarlo resulta ser ETA y sus compañeros de viaje.

PROBLEMAS DE LA REPRESENTACIÓN

Pero esta desesperanza, que enlaza directamente con el sentimiento extendido en el pueblo llano de que la política no arregla las cosas y los políticos son todos unos malandrines, no es exclusiva de Euskadi y tiene algo que ver con los procesos de representación política en la democracia española. Numerosas voces vienen porilerido de relieve el renacer de la teoría de las dos Españas (en su versión de España oficial y España real) como consecuencia de los defectos y perversiones de! sisteina electoral y el funcionamiento del Parlamento. Inicialmente regido por un método proporcional, de acuerdo con la Constitución, el sistema electoral español está sometido a severas correcciories, que provienen de la aplicación de la ley de Hont y su combinación con la provincia como distrito electoral, también constitucionafizado. Esta consagración de la provincia en la norma iundamental del Estado choca con la voluntad autonómica del mismo y provoca algunas otras controversias sobre la distribución territorial del poder, especialmente en Cataluña. El caso es que, habida cuenta de todo el juego de leyes y normas electorales, la proporcionalidad electoral queda finalmente muy deteriorada y se ha dado ya por dos veces una mayoría hegemónica en Cortes. La ley Electoral española prirna a los partidos fuertes y castiga a los chicos; y privilegia a las ciudades pequeñas, a la España rural y profunda, frente a las grandes concentraciones urbanas. En esta España se apoyó la UCD en sus incios y viene apoyándose el PSOE.

Para comprender las distorsiones que el sistema electoral produce en la re presentación de la voluntad popular, basta poner de relieve que mientras para el PSOE y Coalición Popular, los parti dos dominantes en las úitimas elecciones, el coste medio por escaño fue de algo menos de 50.000 votos (48.301 el PSOE y 49.956 CP), para el CDS fue casi el doble (98.045) y mucho más aún para Izquierda Unida (131.460). La ley Electoral empuja hacia las grandes coaliciones o partidos extensos, pues es la única manera de rentabilizar el voto al máximo. Además, el sistema de listas cerradas y bloqueadas para las votaciones deposita en las cúpulas ejecutivas de los partidos, que son quienes redactan dichas listas, un fabuloso poder. De hecho, muy pocas personas en el seno de cada formación política deciden los candidatos por cada circunscripción, aun que piadosamente se quiera decir que las listas son fruto de las indicaciones de la base. De modo y manera que los militantes que aspiran a entrar en política no tienen otro remedio que estar a bien con los dirigentes del partido, so pena de verse expulsados de ese listado mágico que es la úica puerta de los cielos.

El método de listas ceriadas y bloqueadas, previsto en principio para. fortalecer a los incipientes partidos de la transición, amenaza ahora con matar, si no lo ha hecho ya, toda democracia interna en el seno de cada partido y, por instaurar las prácticas del centralismo democrático en los mismos. Esto es más que evidente en el PSOE, y es, al mismo tiempo, uno de los motivos de la fragmentación de la oposición. Si la disidencia interna no es permitida y el arma para evitarla son las listas electorales, los líderes díscolos están destinados a romper su partido, a fugarse y a fundar su propia organización, con su propia posibilidad de fabricar sus propias listas. (Incidentalmente diré que otro de los motivos de fragmentación de la derecha es el problema de los nacionalismos burgueses en Cataluña y e País Vasco, con los que la derecha españolista se aviene sólo a regañadientes, y sin los que es casi impensable una mayoría conservadora en España.)

El sistema de listas cerradas y bloqueadas facilita también otra de las perversiones más acusadas de la representación democrática en España: la existencia de numerosos diputados cuneros, sin conocimiento ni arraigo del distrito por el que resultan elegidos. Todo ello conlleva el que los candidatos y diputados se cuiden más de sus relaciones con el partido y los dirigentes de éste que con los electores que les dan el escaño.

La enorme concentración de poder que se produce en las cúpulas partidarias no acaba aquí. El funcionamiento interno del Congreso, mediante un rígido y estricto sistema de portavoces, anula el protagonismo político de todo aquel que no sea jefe de un grupo parlamentario. La función de los diputados y senadores se limita en los plenos a la de votar de acuerdo con las consignas recibidas, y bajo severas multas, en muchos casos, si se desobedecen las órdenes. Ello explica que, cuando se producen crisis del género de las que Coalición Popular ha experimentado en los últimos meses, la sucesión sea tan problemática. En 10 años de parlamentarismo, los principales dirigentes políticos han anulado la posibilidad de alumbrar, dentro y fuera de sus formaciones, nuevos líderes capaces de tomar el relevo en un momento dado. No existen en Cortes, no existen en las comunidades locales (donde nuevamente las listas de candidatos son realizadas por las ejecutivas partidarias) y no existen en el seno de los partidos, donde toda disidencia ha sido abortada.

El empuje de este caudal de despropósitos conduce a la meta deseada por quienes los cometen: no es ya el Parlamento el que controla al Gobierno, sino el Gobierno el que controla a la mayoría parlamentaria, la diseña de antemano, con nombres y apellidos y de acuerdo con los sondeos electorales, la domestica, la manipula y la utiliza. No se trata de un mal exclusivamente español, sino de una enfermedad endémica de muchas democracias occidentales. Pero la juventud del sistema, democrático en España justificaría un esfuerzo por haber evitado estos vicios de funcionamiento del todo previsibles. El panorama se completa con la existencia de un Parlamento bicameral, en el que el Senado está desprestigiado y desprovisto de funciones, pese a que se había imaginado como una cámara de resonancia autonómica en un Estado que se apellida nada menos que de las autonomías.

Sin temor a equivocación alguna, puede decirse que una reforma de todo el sistema de representación política es necesaria en España si se quiere que la democracia avanzada que la Constitución define se haga efectivamente realidad. De otra manera, la profesionalización de la política, en el peor de los sentidos de esta palabra, acabará por ahondar el foso existente ya hoy entre la superestructura del poder y el sentimiento ciudadano.

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