¿Hasta cuándo dura el pasado?
Los historiadores debemos enseñar los conflictos y brutalidades de la Guerra Civil y el terrorismo, dos traumas persistentes de la España contemporánea, como parte del proceso de cualquier avance democrático
Rafael del Riego, maniatado sobre una estera, llegó arrastrado por un burro hasta el patíbulo instalado en la plaza de la Cebada, la del mercado más céntrico de Madrid. Fue ahorcado y, al menos, no se cumplió la orden de descuartizar y exhibir trozos de su cadáver por los lugares donde había actuado políticamente. Una placa recuerda aquella vileza: “En esta plaza murió en la horca el 7 de noviembre de 1823 el general Rafael del Riego, símbolo liberal contra el absolutismo”. Con frecuencia paso por ahí, y es vicio de historiador interrogarse de qué, cómo y a quién hablan estos lugares de memoria que son fascinantes para unos, pero quizás a muchísimos más les resultan invisibles. En el caso de Riego, ni existe en la ruta de las tropas de turistas guiadas con explicaciones repletas de bulos y cotilleos de monarcas y asimilados.
Esta plaza es hoy uno de los dos o tres centros más rebosantes de la farra gentrificada de la almendra central de Madrid. El jolgorio es constante, lógico para que haya plenitud de fiesta. Es un gozo vivir en estos barrios, aunque masificados y de enorme especulación. Quizás haya bastantes jóvenes a quienes les suene eso del “himno de Riego”. Nada más, porque la realidad es rotunda: la distancia que va de 1823 a 2023 es de ¡200 años! Igual de lejana e inexpresiva es otra placa a un metro de separación: “En esta casa nació y vivió Alonso Zamora Vicente (1916-2006), escritor, filólogo y académico”. Ambas están a una altura que cuesta leerlas. Seguro que las autoridades que las colocaron fueron de distinta ideología, y todas quedaron satisfechas.
En ambos casos la reflexión es idéntica: ¿qué utilidad tiene poner placas, incluso estatuas, en los edificios o espacios relacionados con tal o cual personaje o acontecimiento? ¿O el cambio, siempre polémico, de los nombres del callejero? ¿Se crea o refuerza así una determinada memoria colectiva o son gestos vacíos ante pasados concluidos o indiferentes? De los miles de personas, en su mayoría jóvenes, que pasan bajo tales placas ¿cuántos se percatan de su existencia y qué les pueden aportar? O, si luego quedan en una calle, ¿a cuántos les concierne en su memoria cívica que sea la calle de Dionisio Ynca Yupanqui, del general Pardiñas, de la Virgen de los Peligros o del Almendro?
Para entender tal indolencia, esto es, la incapacidad para conmoverse con el pasado, hay que rescatar la noción de “trauma” que Dominick LaCapra asignó a los acontecimientos-límite que en la historia traspasan la experiencia individual para convertirse en sentimiento colectivo. Son los que establecen un lazo con los muertos cuya “conmemoración dolorosa” desautoriza “cualquier forma de clausura conceptual o narrativa” de tales hechos. Hoy no existe trauma, por ejemplo, con la guerra civil carlista, de 1833 a 1840, la culminación más sangrienta del antagonismo entre liberales y absolutistas que había arrancado durante las Cortes de Cádiz y por el que Fernando VII envió a la horca al general Riego, por líder liberal.
Significativamente, de Riego se mantuvo una memoria conmovida y vibrante por mártir de la libertad. Por eso, la II República, en 1931, instauró como himno oficial, en lugar de la Marcha Real, la canción que identificaba a la tropa que, bajo el mando de Riego, se había pronunciado en 1820 a favor de la Constitución de Cádiz. De igual modo, hasta la década de 1930, el carlismo teocrático mantuvo una identidad irreductible. Actualmente, podrían considerarse clausurados tales pasados, pues ni el Himno de Riego suscita fervores liberales, sino más bien referencias opuestas entre los sectores que lo entonan, ciertamente minoritarios, ni el carlismo traspasa las lindes de la arqueología histórica.
Sin embargo, en España persisten dos hechos-límite que han dividido la convivencia y cuyos traumas de emoción colectiva han marcado la historia y la subsiguiente memoria posterior. El primero, la Guerra Civil de 1936 a 1939 y la posterior dictadura significan casi 80 años de conmoción no clausurada para grupos significativos de la sociedad. Por eso, la Ley de Memoria Democrática de 2022, además de solventar el derecho a la digna sepultura de las víctimas existentes en fosas comunes, se propone vertebrar una memoria democrática, alternativa a la memoria intransigente y partidista impuesta por la dictadura de Franco. Así, en los actos de recuerdo de las víctimas organizados por el Gobierno de España el 31 de octubre de 2022 y el pasado 30 de octubre, se homenajeó tanto a víctimas de la dictadura militar como de la violencia revolucionaria. Quizás no se haya resaltado suficientemente por parte del Gobierno el valor que dicho acto aporta a la convivencia democrática, porque podría ser un ejemplo para imitar en los actos cívicos, jornadas o encuentros académicos relacionados con la memoria de la Guerra Civil patrocinados por instituciones públicas.
Ahora bien, en nuestra convivencia persiste un segundo trauma, el derivado del terrorismo practicado por ETA, asunto activo sobre todo en el País Vasco, aunque resuene desmesuradamente en toda España para afianzar emociones de polarización electoral. Cabría sumar el silencio o embrollo aplicado a las víctimas de los atentados del terrorismo yihadista del 11 de marzo de 2004 en Madrid y el 17 de agosto de 2017 en Barcelona. Pareciera que estos hechos, al ser también un asunto internacional, se marginan y quizás resulten molestos tanto para unas izquierdas confusas en su relación con la cultura islámica como para las derechas que arroparon el funesto error de Aznar.
En todo caso, con leyes o sin leyes, ¿son necesarios 200 años para cicatrizar tales periodos o hechos traumáticos? Del futuro no debemos hablar los historiadores. Nos corresponde investigar y enseñar los conflictos y violentas brutalidades de los citados traumas de la España contemporánea como parte del escarpado proceso de cualquier avance democrático e integrarlos, en todo momento, dentro de una historia global de las crueldades que han marcado la historia de la humanidad. Además, en lo referido a la enseñanza de la historia de España, remarcando siempre que todas las fronteras son cambiantes y, en nuestro caso, tan recientes que de ningún modo “nuestro” pasado y “nuestra” memoria actual encajan ni con las fronteras ni con las identidades de quienes habitaron estas tierras a lo largo de tantos siglos.
También cabe aportar reflexiones para mejorar la convivencia y, en este punto, ya en 2004 un maestro de historiadores, Juan José Carreras Ares, nos planteó un desafío: “¿Por qué hablamos de memoria cuando queremos decir historia?” Sería el camino no para perfilar una determinada memoria, que siempre conlleva ingredientes emocionales, sino para profundizar y divulgar con ecuanimidad un conocimiento histórico anclado en el método propuesto por otro gran maestro, Marc Bloch, cuando, en 1943, ante la disyuntiva de “juzgar o comprender” el pasado, a pesar de sufrir la persecución y ser fusilado por luchar contra la ocupación nazi, dejó escrito (en tiempo de barbarie, no de democracia) que optaba por “comprender”. En definitiva, nos enseñó que la utilidad social de la historia consiste en “comprender” esa realidad humana que siempre es, “como la del mundo físico, enorme y abigarrada”.
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