La amnistía y la fe de los conversos
No son pocos los progresistas que no ven clara la medida de gracia a Puigdemont y por eso sienten sobre ellos el peso de la sospecha
Iba a escribir sobre la amnistía y sobre la perplejidad que sienten muchos progresistas cuando ven la contundencia con que algunos políticos, periodistas o tertulianos cercanos al Gobierno de Pedro Sánchez defienden, sin sombra alguna de duda, una medida que hasta la noche de las elecciones se consideraba inasumible. Ya se sabe que la fe es algo maravilloso, y que hasta muchos ateos ilustres han confesado abiertamente sentir envidia de los cristianos, o de los musulmanes, o de los hebreos. Tener la seguridad de que hay alguien ahí arriba que vela por ti, a quien acudir cuando las cosas se ponen feas, es un lujo que los descreídos no pueden permitirse. En la política —sobre todo en la española, cuyo primer y casi único mandamiento es el de conmigo o contra mí— sucede algo parecido. Hay personas, de izquierdas o de derechas, que creen a pie juntillas, con una fe inquebrantable, a un líder o a unas siglas. Son precisamente esos los que, cuando el jefe en cuestión hace lo que dijo que no iba a hacer —o cambia de opinión—, se vuelven más intolerantes con aquellos que, aun desde sus propias filas, expresan sus dudas, su perplejidad. Si la fe mueve montañas, la fe de los conversos se atreve con cordilleras enteras. Tanto es así que algunos progresistas reticentes con la amnistía a Carles Puigdemont sienten el dedo acusador, la sospecha, la amenaza de verse señalados.
Algunos de ellos, no sin ciertas dosis de humor, me piden que, en su nombre —y, por qué no, también en el mío—, les ruegue un poco de paciencia, algo de calma. Seguramente, más pronto que tarde llegaremos a la conclusión de que la amnistía es lo mejor que nos pudo pasar, y para que la fe anide en nosotros lo antes posible ya estamos haciendo algunos ejercicios. Ya no decimos que Puigdemont se fugó, sino que se marchó. No es mucho, lo sé, pero por algo se empieza. También apartamos de nuestra mente las circunstancias de la fuga, perdón, del viaje presidencial: todo un president metido en el maletero de un coche, dejando tirados a los altos cargos a los que había involucrado en el referéndum ilegal y que se comieron varios años de cárcel mientras él se instalaba en un palacete de Waterloo. En fin, ahí vamos, poco a poco. En mi caso es más costoso. Tengan en cuenta que a mí no me lo contaron, sino que lo viví. En Cataluña, durante las semanas que antecedieron y sucedieron al 1 de octubre, y luego, día tras día, declaración tras declaración, sentado en un banco del salón de plenos del Tribunal Supremo. La ley de amnistía puede borrar los delitos y las condenas, pero no los hechos. Y, todavía menos, la memoria.
El caso es que, como decía al principio, iba a escribir de la amnistía, pero resulta que, antes de terminar, me di una vuelta por Twitter (o sea, por X) y me saltó un tuit de Miguel Barrero con las imágenes de la despedida multitudinaria a Aníbal Vázquez, que acaba de fallecer a los 68 años, después de 12 con mayoría absoluta como alcalde de Izquierda Unida en Mieres (Asturias). El tuit de Barrero dice: “No recuerdo haber visto esta plaza así de llena ni en las noches de San Xuan, que en Mieres son palabras mayores. Tu pueblo te saca a hombros, entre aplausos y por la puerta grande, Aníbal. No mereces otra cosa”. Es difícil no emocionarse. En estos días, más que nunca. Hay una forma de estar, en la vida y en la política. La del que hace trampas y se fuga. La del que se queda hasta el final y, cuando se va, se lleva el honor y el cariño que otros jamás podrán comprar.
No recuerdo haber visto esta plaza así de llena ni en las noches de San Xuan, que en Mieres son palabras mayores. Tu pueblo te saca a hombros, entre aplausos y por la puerta grande, Aníbal. No mereces otra cosa.
— Miguel Barrero (@MiguelBarrero) November 14, 2023
pic.twitter.com/8CL2PaxjbS
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