Ojalá la vergüenza sirviese para algo
Conforme crece la histeria ambiental, quienes no guardamos la ropa antes de nadar nos quedamos más solos. No lo digo como lamento, sino como constatación
Si yo fuera uno de los asesores monclovitas que se descuernan estos días por convencer al vulgo de que la amnistía es la más dulce de las medicinas y que hay que tomar una cucharadita por papá y otra por mamá, estaría encantado con los follones que se montan frente a las sedes del PSOE y mandaría un jamón a cada uno de los ocho vocales del Consejo General del Poder Judicial que promovieron el comunicado. Menudo favorazo han hecho a la causa: ahora, quienes nos oponemos a la amnistía, podemos ser asimilados con magistrados partidistas y con hooligans que ondean banderas con el aguilucho.
Estamos acostumbrados a la lógica polarizada que dice que si te opones a los rojos, eres de los azules (y al revés), y bien sabemos que muchos se inhiben para que nadie les cuestione el pedigrí progresista. Conforme crece la histeria ambiental, quienes no guardamos la ropa antes de nadar nos quedamos más solos, y no lo digo como lamento, sino como constatación: somos bichos raros y nuestra voz suena cada vez más débil. Aclarar que oponerse a la amnistía no implica la menor aquiescencia con posiciones de derechas ni con kales borrokas aventadas por Vox —decir, incluso, que uno se opone a la amnistía por razones estrictamente izquierdistas— es una obviedad que malogra cualquier debate.
Abogaba David Trueba por la resistencia interior, la de las tortugas y los avestruces. Hay días en que apetece mucho esconder la cabeza. El bochorno, y no solo el miedo timorato a ser llamado facha, lo propicia.
Acabo de leer el último libro del filósofo Frédéric Gros, La vergüenza es revolucionaria, donde defiende (con muy poca convicción, el panfleto es un poco bluf) que la vergüenza puede ser motor de ira, y la ira, impulso de cambio. Yo siento mucha vergüenza, pero me paraliza en vez de movilizarme. Siento vergüenza por los que gritan “que te vote Txapote” y por los que intentan convencerme de que esta amnistía es por el bien común, y no por el bien particular de unos pocos. Siento vergüenza por quienes llevan todo el día la palabra diálogo en la boca y nunca se les ha visto dialogar con nadie que no les dé la razón. Siento vergüenza por un Gobierno que compadrea con gente tan indeseable como Gonzalo Boye o Laura Borràs, y siento vergüenza por una oposición que no tiene crédito ni dignidad, pues también la ha canjeado muchas veces por un puñado de garbanzos. Ojalá la vergüenza me inspirase algo mejor que impotencia y frustración. Al menos, no me inspira silencio. Todavía.
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