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La vergüenza: ese sentimiento que llevó a Rousseau a aferrarse a una mentira como si le fuera la vida en ello

El miedo a la vergüenza arrasa con todo, afirma el filósofo francés Frédéric Gros, experto en historia de la psiquiatría. Antes la culpa eterna, antes la muerte, que un breve y cruel instante de derrota, escribe

Verguenza Rousseau
El filósofo y escritor Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) retratado por Garneray Pierre Michel Alix.World History Archive / Alamy

Cuando le hablé a un amigo acerca de mi proyecto de escribir un opúsculo sobre la vergüenza, su respuesta fue: “Qué idea tan extraña. Sobre la culpa, vale; Dostoievski, Kafka… Pero sobre la vergüenza…”.

Hoy en día me sorprende esa reacción, puesto que ahora considero que la vergüenza envuelve una experiencia profunda, más extensa, más compleja incluso que la culpa, y que implica múltiples dimensiones: moral, social, psicológica, política (y también porque me parece que Kafka y Dostoievski son sobre todo escritores de la vergüenza).

En mi vida personal creo que me ha embargado más a menudo la vergüenza que la culpa, creo haber tomado más decisiones doblegándome ante las imposiciones de la primera que ante los mandatos de la segunda.

Pienso en el fragmento de Rousseau sobre el robo de una cinta en Las confesiones. Se trata de una revelación difícil para su autor, que confía en contar esa historia por primera y última vez en su vida, como si decidiera exponer una herida y volver a cerrarla al instante (por lo menos a ojos de los demás). También le resulta una confesión difícil porque revela que dejó que acusaran a una joven cocinera de un robo, y a buen seguro tuvo que pagar un precio muy alto por esa acción (¿nos hacemos a la idea de cómo podía terminar una criada despedida por robo?).

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Vuelvo a la historia. A Rousseau le encuentran una cinta de color rosa y plata ya vieja que habían estado buscando durante mucho tiempo. Rousseau farfulla, balbucea (en efecto, él es el ladrón) y acusa a la joven Marion de habérsela dado. Todo el mundo se sorprende, puesto que la joven siempre había sido buena y leal. Se organiza un careo. El jovencísimo Jean-Jacques mantiene su acusación. Marion llora quedamente y, por supuesto, protesta. Rousseau se mantiene firme, reitera los cargos con una “diabólica audacia”, se atrinchera en la mentira como si su vida dependiera de ello.

Antes la culpa eterna, antes la muerte, que un breve y cruel instante de derrota. El miedo a la vergüenza arrasa con todo. La fuerza del texto reside en el hecho de que no está presentando una escena en la que ha sufrido vergüenza, sino que describe el terror que siente un corazón que más que nada en el mundo quiere ahorrarse un momento de desnudez moral, y la asombrosa resistencia que conlleva. “Así, cuando la vi comparecer se me desgarró el corazón, mas la presencia de tanta gente pudo más que mi arrepentimiento. Poco miedo me daba el castigo, solo la vergüenza me causaba espanto, pero la temía más que a la muerte, más que al crimen, más que a todo en el mundo. Hubiera querido hundirme y ahogarme en el centro de la tierra. La invencible vergüenza imperó sobre todo, ella sola fue causa de mi impudencia, y cuanto más criminal era, tanto más osado me hacía el temor de confesarlo. Sentía tan solo el horror de verme reconocido y públicamente declarado, en presencia mía, por ladrón, mentiroso, calumniador. Una turbación general me tenía ajeno a todo sentimiento fuera de este”.

En realidad, la reacción de mi amigo me infundió valor. Me dije a mí mismo que, si bien se pueden llenar bibliotecas con volúmenes dedicados al sentimiento de culpa, sobre la vergüenza se había escrito menos. Sin embargo, cada disciplina tenía su autor de referencia sobre el tema, y en todos los casos eran obras capitales: Serge Tisseron en psicología, Vincent de Gaulejac en sociología, Didier Eribon en sociofilosofía, Claude Jamin en psicoanálisis, Jean-Pierre Martin en crítica literaria, Ruwen Ogien en filosofía…

Llegaba tarde.

No obstante, me mantuve firme. Además, podía apoyarme en sensaciones propias, sin tener que revelarlas necesariamente, podía recurrir a las emociones experimentadas durante algunas lecturas (James Baldwin, Annie Ernaux, Primo Levi, Simone Weil), podía citar a esas mujeres que sufrieron la humillación de los hombres: Lucrecia, Fedra, Bola de Sebo, Anna Karénina, las obreras de Daewoo en el relato de François Bon y muchas más.

La vergüenza es el mayor afecto de nuestros tiempos, el significante de las nuevas luchas. Ya no gritamos ante la injusticia, lo antirreglamentario o la desigualdad. Gritamos ante la vergüenza.

Enero de 2021, París, Rue Saint-Guillaume. Olivier Duhamel, presidente de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas, es acusado por Camille Kouchner, su hijastra, de haber abusado sexualmente de manera reiterada de su hermano mellizo a finales de los años ochenta, algo de lo que el director del Instituto de Estudios Políticos de París de la época ya estaba al corriente desde 2019. Ante el escándalo que golpea a su institución, los estudiantes se manifiestan y publican una carta abierta titulada “La vergüenza” para exigir la dimisión del director; Olivier Duhamel ya había dimitido por voluntad propia al enterarse de que se iba a publicar próximamente el libro.

Domingo 6 de septiembre de 2020, Bielorrusia. En las calles de Minsk, miles de manifestantes desfilan coreando “¡Vergüenza!” contra Alexandr Lukashenko, su presidente.

Día 28 de febrero de 2020, París, sala Pleyel, cuadragésima quinta ceremonia de los César. Cuando nombran mejor director a Roman Polanski, Adèle Haenel abandona la sala con gran estrépito gritando: “Vergüenza, vergüenza, es una vergüenza”.

En el mes de enero de 2020, Jean Ziegler, antiguo relator especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, proclama tras una visita al campo de refugiados de Moria, situado en la isla de Lesbos, que es “la vergüenza de Europa”.

Más allá incluso de estos hechos, ha florecido un nuevo lenguaje para ilustrar nuevas militancias, nuevas indignaciones: “Flight shame”, “digital shame”, expresiones que sirven para alertar acerca del coste que le supone al planeta la aviación civil y la digitalización. (…)

La vergüenza funciona con imaginación. Es necesaria para sentir “vergüenza del mundo” y pensar que las cosas podrían ser de otra manera. Es necesaria cuando sentimos vergüenza por el otro, que puede ser el humillado perplejo —entonces sentimos en él el sufrimiento insoportable—, pero también el humillador sin escrúpulos, que nos obliga a sentir vergüenza en su lugar, mientras que él no lo siente así en absoluto.

Personalmente siento apego por aquella o por aquel en quien enseguida detecto ligeros malestares, un poco de bochorno, timidez, y es como si en esa falta de seguridad encontrara un motivo para forjar una amistad sólida. De manera instintiva, no confiaría en alguien que afirmara no haber experimentado nunca vergüenza.

A mí me invade la vergüenza cuando oigo noticias sobre lo que ocurre en el mundo, las intervenciones de los dirigentes políticos, los discursos de los representantes de la patronal.

Lo que nos da la fuerza para desobedecer, para no resignarnos a esta terrible situación que cada día parece más factible y para mantener intacta la capacidad de rebelión es, retomando la expresión de Primo Levi, “la vergüenza del mundo”. La vergüenza es una mezcla de tristeza y rabia. No es algo que se supere, independientemente de lo que prometan los mánager del alma, sino que la transformamos confiriéndole la forma de la ira.

No, las vergüenzas no se superan jamás, sino que las trabajamos, las elaboramos, las refinamos, las sublimamos. En ocasiones, incluso terminamos usándolas como palancas, como cómplices, como resortes. Las escurrimos, las purificamos con tal de eliminar la tristeza destructiva y el desprecio hacia uno mismo que puedan contener, y solo nos quedamos con la parte pura de ira.

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