La terrible y odiosa venganza
Cuando ahora algunos apoyan a un Gobierno racista e invasor, cuando echan mano hasta del Holocausto para contribuir a esta escalada de violencia, sus palabras ensucian todo lo que la portentosa cultura judía nos cedió
Cómo no acordarse de la dulzura de aquellas mañanas de otoño de 2001. Como el animal que aun temeroso intuye que ya puede asomar el hocico a la intemperie, la gente se atrevía a pisar la calle de nuevo. Vacía de turistas, Nueva York parecía recuperar la esencia de una vieja ciudad provinciana que permitía los andares lentos y los paseos reflexivos. El dolor iba dejando espacio a la actividad urbana y, aunque aún quedaban rastros de aquella espiritualidad que se había practicado en las plazas de Manhattan, más pronto que tarde los pasos de los viandantes se aceleraron y los buenos propósitos fueron sepultados por un nacionalismo furioso que invadió las aceras. Una ola de banderas cubrió la ciudad. Se exhibían en los lugares más diversos, tiendas, bares, bancos, coches de bebé, jersecitos de niño, gorras, correas de perros, marquesinas, pubs, iglesias, escuelas, balcones, en el torso de hombretones orgullosos de pertenecer a país tan enorme. Por la noche, el miedo volvía a acechar gracias a las sirenas de bomberos y ambulancias que rompían el silencio a pesar de que ya se sabía que no había un cuerpo que rescatar.
Recuerdo aquel domingo de octubre zascandileando por el mercadillo de la entonces apacible Columbus Avenue. Los tenderos seguían las noticias en los transistores que colgaban de sus puestos. No sin razón estaban atentos a los movimientos del Gobierno de George W. Bush, que llevaba un mes masticando el hierbajo de la venganza. Fue entonces, aquella mañana del 7 de octubre, cuando de un ya extinto transistor brotó la noticia: Estados Unidos invadía Afganistán. Hubo un murmullo de honda desolación. Objetivo militar: desmantelar Al Qaeda, como luego lo sería en la invasión de Irak encontrar las dichosas e inexistentes armas de destrucción masiva, para lo que contaron con vergonzosos aliados europeos que ayudaron a inaugurar el nuevo siglo expandiendo un desastre que aún persiste. La mentira y la venganza se aliaron para contribuir a hazañas bélicas que dejaron a su paso un rastro de muerte y escombros.
Estos días, me acuerdo de mi viejo barrio, el Upper West, una zona donde aún se pueden sentir los ecos del viejo Nueva York. Ese entramado de calles que sigue el curso del río Hudson sirvió de inspiración a músicos, humoristas, cineastas, profesores, escritores judíos que huyeron de una muerte segura en la Segunda Guerra. Mi casa estaba cerca de la calle Isaac Bashevis Singer, novelista que permaneció fiel a su idioma materno, el yidis, y en él escribió grandes obras de la literatura del exilio entre las que destaca, por encima de todas, Sombras sobre el Hudson. Recuerdo una de sus frases singulares: “No habrá justicia mientras haya un hombre de pie con un cuchillo o una pistola dispuesto a destruir a los más débiles”. Singer, curioso infatigable de la psicología humana, solía retratar a un hombre atormentado que huye de los preceptos religiosos que amargaron su infancia para desprenderse de la culpa y alcanzar el placer. Bajo el influjo de los escritores judíos que convirtieron el drama en ironía sentimos el latir de aquella emigración judía que alimentó la cultura del siglo XX. A muchos de los que hemos aprendido de su compasiva y poco severa mirada a un defectuoso género humano nos parece obsceno vulnerar su buen nombre defendiendo la legitimidad de la venganza. Llamar antisemitas a quienes reclaman de una vez por todas un Estado palestino y la paz por encima de esta guerra que masacra inocentes es estar muy alejado de aquella tradición tan noble. Cuando ahora, sin que se les caiga la cara vergüenza, muestran su apoyo a un Gobierno ultraderechista, racista, invasor; cuando echan mano hasta del Holocausto para hacer su odiosa contribución a esta escalada de violencia, sus palabras ensucian todo lo que la portentosa cultura judía nos cedió. La Biblia dice: “El hombre que tiene conocimiento retiene sus palabras; el hombre que tiene discernimiento mantiene la calma”. No gozan ni de una cosa ni de la otra.
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