Un pasado chileno
El aniversario del golpe de Estado de Pinochet y su baño de sangre toca lo más íntimo de nuestras vidas
En despachos con mesas de roble y ventanales que dan a jardines de césped inmaculado y perspectivas monumentales —un obelisco, una cúpula en la lejanía— hombres de trajes oscuros y uniformes con estrellas en las bocamangas autorizan masacres que sucederán de inmediato a una distancia aséptica de miles de kilómetros, o bombardeos masivos que incendiarán bosques y ciudades, inundando el aire de un olor a gasolina, a desfoliantes químicos, a carne humana quemada. En cada una de las fotos en las que se ve a Richard Nixon y a Henry Kissinger sonriéndose mucho, inclinándose el uno hacia el otro en una intimidad confidencial, cabe la posibilidad de que estemos asistiendo al momento en que deciden arrasar Vietnam del Norte o Camboya, o en el que se ponen de acuerdo en la urgencia de sabotear de cualquier modo el Gobierno recién elegido de Chile, en noviembre de 1970. Nixon murió hace ya bastantes años sin borrar nunca del todo su vergüenza de presidente indigno, pero Henry Kissinger sigue vivo y como embalsamado en una vejez extrema de quelonio, reverenciado como un anciano estadista.
Decía E. M. Cioran que el paso del tiempo favorece a los tiranos, porque va borrando la memoria de sus crímenes. Hace unos meses vimos en el Teatro Real de Madrid una versión magnífica de la gran ópera de John Adams Nixon in China, en la que el presidente y su entonces consejero de Seguridad Nacional son dos figuras medio intrigantes y medio grotescas en la corte del sátrapa Mao Zedong, máscaras y caricaturas de sí mismos: las gafotas de empollón de Kissinger, la cara como de máscara de goma de Richard Nixon.
Pero el arte se permite libertades que en la realidad histórica son inadmisibles. El metal de las voces verdaderas de Nixon y Kissinger donde puede intuirse es en los documentos que vienen desclasificando en los últimos años los Archivos Nacionales de Estados Unidos. Sin más esfuerzo que pulsar unas cuantas veces se pueden leer las conversaciones en el Despacho Oval y en las salas de conferencias de Washington en los días de la toma de posesión de Salvador Allende como presidente de Chile, en noviembre de 1970, incluso un poco antes, cuando unos sicarios de extrema derecha asesinaron en Santiago al general René Schneider, que era el jefe del Ejército y defendía limpiamente la lealtad de las Fuerzas Armadas al Gobierno legal y democráticamente elegido. La CIA patrocinaba un plan para secuestrar al general Schneider y sembrar un estado de inestabilidad y confusión que habría dejado en suspenso la legalidad constitucional, y favorecido la intervención de los militares. Pero a los aspirantes a secuestradores se les frustró la operación y acabaron asesinando a Schneider, con gran irritación de Kissinger, que al comunicarle la mala noticia a Nixon calificó despectivamente de chapuceros a los militares chilenos.
Ya no se pudo evitar que Salvador Allende tomara posesión del cargo para el que lo habían elegido sus conciudadanos. Pero a partir de ese momento las reuniones secretas en los despachos de Washington cobraron una urgencia cuyos pormenores han tardado casi medio siglo en conocerse. En Chile vibraba la esperanza de un porvenir en el que la libertad, la justicia social y el imperio de la ley se fortalecerían entre sí, pero en aquellos despachos del hemisferio norte ya empezaba a organizarse una rigurosa conspiración en la que el exprofesor de Harvard con gafas de politólogo maniobraba para imponer la actitud más extrema. Representantes del Departamento de Estado defendían la coexistencia cautelosa con el nuevo Gobierno chileno. Kissinger, como los jefes de la CIA y del Departamento de Defensa, argumentaban ante Nixon la necesidad de intervenir de inmediato, con cualquier medio posible, para acelerar la caída de un proyecto de cambio social que era más peligroso todavía por haber llegado al poder a través de las urnas. Las palabras exactas de Kissinger pueden leerse ahora en borrosas copias digitales de informes escritos con una tipografía de máquinas de 1970: “El ejemplo del éxito de un Gobierno marxista libremente elegido tendría con seguridad un impacto en otras partes del mundo, sobre todo en Italia; la imitación de ese fenómeno en otros países alteraría el equilibrio del mundo y nuestra posición en él”. El secretario de Defensa fue aún más rotundo: “Tenemos que hacer todo lo que podamos para perjudicar a Allende y derribarlo”.
No estoy citando uno de esos libelos antimperialistas que me seducían tanto en mi primera juventud, que estuvo marcada, como la de tantas personas de aquella generación, por la brutalidad exterminadora del golpe del 11 de septiembre de 1973. Traduzco palabras de un informe oficial en el que también se especifican medidas necesarias para socavar desde el primer día al nuevo Gobierno chileno: coordinar esfuerzos con las dictaduras militares de países contiguos, como Brasil y Argentina; bloquear en secreto préstamos internacionales a Chile; presionar a las empresas americanas para que abandonaran el país; manipular a la baja el precio del cobre en los mercados internacionales para acelerar la bancarrota. En una hoja en blanco, el director de la CIA escribió rápidamente a mano las palabras del presidente: “Si hay manera de derribar a Allende, lo mejor es hacerlo”.
Me acuerdo como si fuera ayer mismo del momento en que un amigo, en la cola de una oficina de la universidad, en una mañana fresca de septiembre, me dio en voz baja la noticia del golpe. Las rebeldías viscerales de la adolescencia se nos estaban transformando en una confusa vocación de militancia política. Nos sublevábamos contra la dictadura igual que un poco antes nos habíamos rebelado contra la autoridad masculina y terminante de nuestros padres y contra la aún más sombría de los curas. Lectores precoces de prensa, seguíamos las noticias sobre el Gobierno de la Unidad Popular chilena en el diario Informaciones, que parecía menos fascista que los otros, y sobre todo en el semanario Triunfo, cuya estrategia para eludir la censura era concentrarse en reportajes internacionales. La única actualidad política en una dictadura es la que sucede en el extranjero. En una pizarra del instituto, aprovechando el recreo, un amigo y yo escribimos con tiza en grandes letras mayúsculas: “VIVA LA VICTORIA DEL GLORIOSO PUEBLO DE VIETNAM”. En Vietnam, en París, en Cuba, en Chile —en Lisboa, un poco más tarde— sucedían todas las cosas esperanzadoras que parecían imposibles en nuestro país sometido a la opresión y al atraso, congelado en el tiempo fósil de la dictadura. Personas mayores y más politizadas que nosotros nos aseguraban que el proyecto chileno de tránsito democrático hacia el socialismo era una quimera: no había más camino que el levantamiento armado, el antiguo sueño o delirio bolchevique, la toma del palacio de Invierno, la mitología de la lucha guerrillera en Sierra Maestra —y también, desde luego, el terror necesario, la eliminación de las superfluas libertades burguesas o formales—.
El baño de sangre del golpe de Pinochet cortó en seco toda ensoñación, y hasta toda diatriba, durante un tiempo. Ya solo quedaba lugar para un luto inmenso que no era mitigado por la distancia geográfica, y que se agrandó con el golpe de Uruguay en 1974, y el de los militares argentinos en marzo de 1976. Pero entonces éramos nosotros los que empezábamos a probar la libertad, y los que recibíamos a exiliados y perseguidos del otro lado. La literatura nos había abierto la imaginación hacia América Latina. Chile nos empezó a abrir la conciencia política. Por eso ahora el aniversario del golpe toca lo más íntimo de nuestras vidas. Y aunque Kissinger sea un viejo galápago de cien años no disminuye nuestro desprecio hacia él.
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