Con la música a otra parte
La semana pasada cayó a los 80 años Robbie Robertson. El músico ejercía para Scorsese de supervisor musical y compositor adicional, dotando a las películas de una máscara sonora totalmente reconocible
En un verano que ha segado a destajo vidas en el mundo de la música, no puede dejar sin recordarse a Jonan Ordorika, un agitador del rock en euskera desde sus estudios Mamia en Azkarate, donde como técnico, pero también con un carisma personal inagotable, estuvo detrás de discos de su hermano Ruper y otros músicos destacados, incluyendo la producción de un tributo fantástico a Lou Reed versionado en un lengua que le iba como traje a medida al neoyorquino. Y por supuesto, Tony Bennett, que cantaba como un pintor da pinceladas, y del que recuerdo su concierto en Madrid cuando le llegó el renacer. Estábamos apurando el tiempo en el bar de enfrente al Teatro Monumental porque el Zaragoza se jugaba la final de la Recopa y solo tras el gol de Nayim desde el medio del campo pudimos cruzar la calle en paz, empujar la puerta y verle salir a escena con su hito de arranque de espectáculo: I Left My Heart in San Francisco. Sufría alzhéimer desde hacía años, pero cuando arrancaban las primeras notas de cualquiera de los temas de su repertorio, clavaba el tempo y la letra. Ya saben que la música se hospeda en la última lámina de la memoria que perdemos.
Y la semana pasada cayó a los 80 años Robbie Robertson. El canadiense, de madre mohawk, fue guitarrista y compositor de The Band. A mitad de los años setenta del siglo pasado, su concierto de despedida se convertiría en una de las películas musicales más vistas y admiradas. El último vals fue dirigida por Martin Scorsese, y la amistad entre el músico y el cineasta acabó por revolucionar la historia de la banda sonora de Hollywood. Robbie Robertson ejercía para Scorsese de supervisor musical y compositor adicional, dotando a las películas de una máscara sonora totalmente reconocible. Especialmente a partir de El color del dinero, sus amalgamas de canciones ayudaban a Scorsese a meterse en la sala de montaje con una especie de coctelera de ritmo e intenciones que cambió el estilo de su cine, lejos de aquella Taxi Driver que fue la última partitura de Bernard Hermann. En la continuación de El buscavidas, las canciones ayudaban a recrear el tiempo nuevo más hortera del personaje de Tom Cruise frente al poso clásico de Paul Newman. De Phil Collins a Muddy Waters, con las pinceladas de jazz de Gil Evans.
Si ese estilo de acompañamiento musical de las imágenes necesitaba un éxito que lo expandiera llegó con Uno de los nuestros, cuya banda sonora servía para matizar los tiempos históricos, la evolución narrativa y las emociones de los personajes. Basta decir que abría con Tony Bennett y su Rags to Riches y cerraba con el My Way en la versión insuperable de Sid Vicious. La brillante solución de Scorsese señaló las posibilidades evocativas de las canciones pero provocó, quizá sin quererlo, la ausencia de una ambición musical propia del cine comercial americano, que puede permitirse utilizar el carísimo repertorio discográfico, lo que acabó por dejar sin herederos a los grandes compositores para el cine de ese país tras los Hans Zimmer, Danny Elfman o Carter Burwell. De eso se ha beneficiado Europa, cuyos músicos de cine se han convertido en los más valorados del mundo, con figuras como Alexandre Desplat, Alberto Iglesias, Zbigniew Preisner o la mecha escandinava de Hildur Guðnadóttir y Ludwig Göransson.
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