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tribuna
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Contra la insolencia

No estamos ante una simple alternancia entre un partido de derechas y un partido de izquierdas, lo que se decide es si España entra o no en la senda del autoritarismo posdemocrático que va penetrando a las democracias europeas

El líder de Vox, Santiago Abascal, junto a su compañero de partido, Ignacio Garriga, se dispone a valorar los resultados del 28-M, el pasado domingo en Madrid.
El líder de Vox, Santiago Abascal, junto a su compañero de partido, Ignacio Garriga, se dispone a valorar los resultados del 28-M, el pasado domingo en Madrid.Rodrigo Jimenez (EFE)
Josep Ramoneda

Definitivamente, la figura de Pedro Sánchez quedará marcada por su capacidad para captar los momentos de oportunidad descolocando a los adversarios y a la opinión pública. Es una estrategia que normalmente decae porque la reiteración elimina el efecto sorpresa. Y, sin embargo, Sánchez lo ha vuelto hacer y una vez más ha pillado al personal en fuera de juego. Lo cierto es que nos ahorra a todos una segunda parte del año de ruidoso acoso y derribo al Gobierno. Y dignifica su currículum apelando al veredicto de la ciudadanía. Lo que está en juego no es para menos.

¿De qué se trata? No estamos ante una simple alternancia entre un partido de derechas y un partido de izquierdas, al modo de la dialéctica PSOE-PP, que articuló a la democracia española desde 1982 hasta la década pasada en que la irrupción de Podemos, del independentismo catalán y de Ciudadanos fragmentó el panorama político, alejando la fantasía de las mayorías absolutas. Lo que se juega el 23 de julio es la permanencia de la mayoría plural de gobierno estructurada en torno al PSOE o la llegada al poder de una mayoría de derechas compuesta por un PP con dos almas: la conservadora —representada por Alberto Núñez Feijóo— y la trumpista —que ejerce por libre y con desparpajo Isabel Díaz Ayuso— y a su lado, como puntal necesario para alcanzar la mayoría absoluta, un partido fascista (franquista, si se prefiere, que es lo mismo) como Vox. Y, por tanto, lo que se decide es si España entra o no en la senda del autoritarismo posdemocrático que va penetrando a las democracias europeas. Pasan los años y la vergüenza decae, el recuerdo del franquismo ya no es antídoto contra el autoritarismo. Y emerge todo aquello que formalmente había estado más o menos reprimido. En este contexto no hay espacio para la frivolidad.

Hay que defender a la democracia de sus enemigos. No con prohibiciones e ilegalizaciones que es el único lenguaje que tiene la derecha radical para todo lo que no le gusta. Pero sí dando la batalla ideológica y política. Y colocando a la derecha española ante el espejo, para que quede debidamente retratada. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar Feijóo? ¿Amagará los pactos con Vox hasta que pase el 23 de julio? Sería de risa, si no fuera que no cabe la frivolidad cuando la democracia está en riesgo de erosión. El solo hecho de plantearse esta treta pone en evidencia el concepto que se tiene de la ciudadanía: “Vamos a engañarles durante la campaña y después haremos los que nos convenga”.

Como dice Owen Jones en The Guardian, “en toda Europa, la extrema derecha está creciendo. Y lo más terrorífico es que parece normal”. ¿Qué es lo que ha dado vía abierta al descaro de las ideologías más reaccionarias, que se alimentan del miedo de los ciudadanos? Es evidente que la política tiende a la dinámica de la confrontación entre el amigo y el enemigo, y el principio de la mitad más uno que se requiere para ganar lo favorece. Pero, ¿por qué la radicalización reaccionaria encuentra ahora mismo terreno abonado en amplios sectores de la población? Algo tiene que ver el cambio de modelo económico, con la creciente sensación de impotencia de la política que conlleva. La democracia encontró un lugar en el capitalismo industrial y en el marco del Estado nación, en la actual fase digital y financiera los poderes políticos dan demasiados signos de impotencia frente a los poderes globales. Pero, en el terreno de las mentalidades, creo que, en el caso español, tres factores han pesado especialmente: el modelo Trump, la normalización del descaro, el triunfo del oro y la insolencia que desde Estados Unidos se ha propagado a Europa; la irrupción del feminismo y las conquistas conseguidas en los últimos años, que despiertan la rabia de un machismo que todavía impone su supremacía en muchos sectores de la sociedad; y la reacción frente al independentismo catalán que ha llevado al despliegue de la rabia patriótica.

Insolencia, machismo, patriotismo, por ahí va el cartel que nos amenaza. Y no cabe el negacionismo. No hay derecho a frivolizar ni a columpiarse en la resignación: “cuando lleguen al poder ya se moderaran”, dicen los que buscan coartada para normalizar el autoritarismo posdemocrático. Es decir, los que están poniendo alfombras a su llegada.

En fin, dos apuntes: Cataluña ha sido el territorio más ajeno a la revulsiva campaña contra la actual mayoría de Gobierno. Poco o mucho, la experiencia enseña. E incluso dentro del independentismo los partidarios del “cuanto peor, mejor” son marginales. Cuando los proyectos chocan con la realidad, emerge el realismo.

Por su parte, los grupos a la izquierda del PSOE han confirmado una vez más que el infantilismo es la enfermedad letal del izquierdismo. Ante la amenaza que llega, ¿seguirán jugando a pelearse en su jardín en vez de celebrar lo conseguido estos años?



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