Los olvidados de Centroamérica
¿Cómo es posible que tantos jóvenes solo encuentren un sentido a su vida integrándose en pandillas hermanadas a través de rituales sangrientos? Pero no es menos inquietante nuestra propia indiferencia
De no haber sido por esas turbadoras imágenes de los presos de las maras en la cárcel de seguridad erigida por el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, apenas hubiéramos prestado alguna atención a lo que ocurre en dicho país. O en otros de la zona. Porque el fenómeno de las maras trasciende al pequeño Estado, se expande por toda la región, una parte del mundo marcada por la miseria y Gobiernos autoritarios, donde la violencia de los pandilleros encuentra su reflejo especular en la propia de sus instituciones. Esa fotografía de líneas de presos apelotonados, arrodillados y uniformados con su pecho descubierto lleno de tatuajes hasta la propia cabeza, indistinguibles entre sí y rodeados de guardianes armados se nos ha quedado en la retina. Parecía más propia de una película distópica que la expresión de una realidad. Lo más probable es que a la inquietud que nos ha provocado le siga después la indiferencia, nuestra atención se dirigirá enseguida sobre otra cosa.
Poco sabemos en realidad de lo que ocurre en esa parte del mundo, donde solo Costa Rica parece un país sin graves contradicciones, admirable por la calidad de su democracia. Nos llegan noticias de la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua, el exrevolucionario convertido en sátrapa, más que nada por su firme alineamiento con Putin y su persecución y expulsión de la oposición. O las de tantas olas de decenas de miles de personas que huyen caminando hacia el norte para salir de la miseria y encontrar un futuro. La mayoría de las veces son interceptados en el propio México o se estrellan ante la frontera del Río Grande. Mucho más nos preocupa, aunque solo sea por proximidad geográfica, lo que ocurre con las de los subsaharianos. Es uno de tantos mundos que están en nuestro mismo mundo y para el que no tenemos ojos. Carecen de valor estratégico, están perdidos entre dos océanos en lo que parece una irrisoria línea de tierra que conecta las dos Américas.
Con todo, lo más estremecedor es la violencia. Y lo más inquietante. En su presencia es inevitable suscitar la cuestión del por qué. ¿Por qué se da el salto de la paz social a la violencia? ¿Cómo es posible que tantos jóvenes solo encuentren un sentido a su vida integrándose en pandillas hermanadas a través de rituales sangrientos y dispuestas a superar el tabú de la muerte? O la hiperbólica reacción de la represión de Bukele, una caricatura de la máxima hobbesiana de ubicar el monopolio de la violencia en manos del Estado. Un Estado, además, carente de las mínimas garantías y sujeto a la mafia corrupta de su presidente. Violencia desde abajo y desde arriba. Y un pueblo unido en su desesperanza. Pero no es menos inquietante nuestra propia indiferencia. Nuestro escándalo dura lo que tardamos en cambiar de pantalla, tan satisfechos siempre por vivir en sociedades ordenadas. Eso que decía Elías Canetti: “El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en la satisfacción de no ser uno mismo el muerto”.
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