Migrar a toda costa de El Salvador
La falta de empleo y la violencia ejercida por las pandillas mantienen latente la migración pese al caso de Óscar y Valeria Martínez
Como casi todo su entorno, Alex Rodas también pensó en migrar. Cuando unos conocidos le propusieron a principio de año irse a Estados Unidos en busca de una vida mejor, se lo planteó. Trabajaba repartiendo garrafas de gas en Altavista, la peligrosa colonia donde vivían los migrantes salvadoreños que se ahogaron en el río Bravo. Acababa de tener una hija a sus 20 años y su salario le rendía cada vez menos. Finalmente decidió no hacerlo, “por la niña”. Con la fotografía de Óscar Martínez y su hija Valeria grabada en la mente, hoy asegura que no se iría de El Salvador. “Y menos ahora, después de esta noticia”.
En el barrio donde vivían los Martínez abundan las historias de jóvenes que han migrado, han querido migrar pero no han podido o piensan migrar algún día. Casi todos conocen a alguien que se ha marchado a Estados Unidos, o al menos lo ha intentado. “No consigo trabajo”, “no alcanza el dinero”, “quisiera una vida mejor”, repiten los jóvenes del lugar. La falta de oportunidades laborales en esa zona, en un país donde la pobreza alcanza casi al 30% de la población, ha hecho que un empleo decente se vuelva el sueño más deseado. “Yo prefiero quedarme aquí, pero se me hace difícil, a veces no se consigue nada”, asegura Rodas.
Él comenzó a trabajar a los 13 años y ha pasado desde entonces por un lavadero de autos, un taller, una distribuidora de gas y una panadería. Desde hace unas semanas vende pan de puerta en puerta. Para poder ganar unos 120 dólares al mes, sale todos los días de su casa a las seis de la mañana en bicicleta y se pasa diez horas en la calle. “Estamos un poquito mal. Solo gano unos tres o cuatro dólares al día y son para que ella coma”, dice con Griselda, su hija de ocho meses, en brazos. Pese a no querer marcharse, las dificultades económicas han hecho que la idea de migrar persista en su familia. “Una de mis metas a futuro es irme de este país”, apunta la novia, Cecilia Alemán, de 17 años. “Si pudiera hacerlo legalmente, me iría”, asegura, “porque siento que aquí no voy a prosperar”.
La falta de oportunidades no es el único problema de la juventud en Altavista, una colonia dormitorio de 300.000 habitantes a las afueras de San Salvador. En esta zona residencial, la gente vive en unos barrios que llama polígonos, unos conjuntos de pequeñas casas apiñadas y rodeadas de alambrada, originalmente diseñados para protegerse del crimen. De los 48 polígonos que hay en total, la mayoría cuenta con gran presencia de las pandillas y algunos están completamente dominados por estas bandas. Allí, no entran ni las fuerzas de seguridad ni nadie que las maras no quieran, y la ley que rige cambia según el grupo criminal que domine.
Las amenazas y la presión de los pandilleros son otro factor de gran peso que expulsa a la gente de El Salvador. “Nadie se va solo por pobreza, se van huyendo de las pandillas”, comenta Alemán. El poder de estas bandas criminales ha marcado la forma en que los jóvenes viven, la música que escuchan o la ropa que usan. “Aquí no se puede ir con cualquier color de ropa o cualquier marca porque ya te identifican con un grupo específico”, explica Daniel, de 19 años, residente de la colonia. “En mi familia desde hace años no podemos invitar a nadie a casa, porque ellos deciden quien entra [al barrio] y quien no”, relata María, una adolescente de 14 años que vive en uno de los polígonos más peligrosos.
“En este lugar es una maldición ser joven”, comenta un portavoz del Gobierno de San Martín, uno de los tres municipios que comprende a Altavista, junto con Ilopango y Tonacatepeque. Los hombres, explica, viven acorralados entre las pandillas, que buscan reclutar, y la policía, que asocia fácilmente juventud con criminalidad. La situación para ellas resulta aún peor porque, a medida que crecen, se convierten en material de cambio para las bandas criminales. Unas 4.800 menores de 17 años denuncian agresiones sexuales cada año en el país, según datos del Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer. “Yo no he tenido ningún problema grave, lo único ha sido acoso sexual, pero nada grave”, dice con inocencia Alemán.
La organización internacional Save the Children califica la situación de los jóvenes salvadoreños como de “fuego cruzado” entre bandas criminales. Algo “equiparable a una guerra”. El último informe de la ONG, presentado el pasado martes, alerta sobre los niveles extremos que alcanza la violencia. En 2018, el país centroamericano se convirtió en el cuarto del mundo con más homicidios de menores de 19 años, solo por detrás de Venezuela, Colombia y Honduras, al alcanzar casi los 21 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
Las caravanas de migrantes centroamericanos que comenzaron a verse a finales del año pasado reflejaron la gravedad de un fenómeno gestado durante años. Solo entre 2015 y 2017, más de 50.000 personas emigraron desde El Salvador, según datos de Naciones Unidas, principalmente hacia Estados Unidos. “Si la gente se va es porque allí hay más oportunidades que aquí”, dice Juan Carrasco, de 17 años. Este joven, residente de Altavista, asegura que cuando cumpla la mayoría de edad partirá rumbo al norte con su hermano mayor. “Me gustaría poder ayudar a mi familia a salir de la pobreza”.
Tras la repercusión que generó la brutal fotografía de Óscar y Valeria, el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, admitió la responsabilidad del Gobierno en la emigración masiva. "Es nuestra culpa", sentenció. El mandatario, que tomó el poder el pasado 1 de junio, prometió además trabajar para que “nadie tenga que huir” de El Salvador. Pese a que aún no ha presentado una propuesta a la falta de empleo, sí lo ha hecho en el plano de la inseguridad. La nueva Administración ha puesto en marcha el Plan de Control Territorial que, hasta el momento, ha significado más presencia de las fuerzas de seguridad y medidas para evitar que los pandilleros presos sigan liderando actividades criminales desde las cárceles.
Mientras el impacto provocado por la muerte de los Martínez se disipa, los jóvenes en Altavista continúan en la disyuntiva entre resistir a la violencia y al desempleo o emprender la ruta migratoria. Los riesgos de vivir entre el fuego cruzado de las pandillas o los riesgos de atravesar Centroamérica y México sin tener un proyecto asegurado. “No quiero tener que pensar en en tomar esa decisión”, dice Rodas.
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