Las maras en El Salvador
El maltrato y la vejación a la población reclusa por parte del Estado son incompatibles con el respeto a los derechos humanos
El estilo de gobierno de Nayib Bukele ha exhibido repetidamente métodos expeditivos irreconciliables con los usos del Estado de derecho. La llamada “guerra contra las maras” emprendida por el presidente de El Salvador dejó el pasado fin de semana unas imágenes que traspasan los límites más elementales de la dignidad humana. La grabación y difusión de alrededor de 2.000 pandilleros vestidos solo con calzón corto en su traslado al Centro de Confinamiento del Terrorismo —el último proyecto insignia del Gobierno, que lo bautizó como “la cárcel más grande de toda América”— fue sobre todo un mensaje político a través de la animalización de presos tratados como ganado estabulado. La ostentación del poder omnímodo frente al crimen organizado lleva dentro la reivindicación de una estrategia de seguridad dominada por el ensañamiento del Estado.
Bukele decretó hace un año un régimen de excepción que, si bien le ha permitido asfixiar a los dos principales grupos criminales, la mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18, también ha mostrado un terrible reverso de la moneda: detenciones arbitrarias, abusos policiales y violaciones de derechos humanos, según han denunciado el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas y otros organismos internacionales. El mandatario no admite críticas ni debates, presume de su política de mano dura y ha hecho de ella un pretexto para una campaña electoral permanente, cabalgando la ola de popularidad y aprobación ciudadana que recogen las encuestas.
Dentro de 11 meses se celebrarán elecciones presidenciales y Bukele está determinado a presentarse. Lo hará después de que la Sala Constitucional de la Suprema Corte de Justicia, nombrada por él, permitiera esa opción, prohibida hasta 2021. Ese golpe judicial hizo saltar todas las alarmas entre sus adversarios, pero hoy la oposición se encuentra aniquilada por la retórica del oficialismo. El populismo punitivo que ahora es bandera del Gobierno se instaló, además, tras un radical giro de guion, pues el presidente negoció durante al menos dos años con las pandillas, según una acusación contra altos funcionarios presentada la semana pasada por la Fiscalía de Estados Unidos, para lograr una reducción de los asesinatos y aumentar así su popularidad.
Estas premisas arrojan un panorama preocupante y avivan el fantasma del autoritarismo en un país golpeado por décadas de violencia. La exhibición de presos es el último ejemplo, ya que supone en sí una renuncia del Estado a principios básicos del derecho penitenciario como la reinserción de los detenidos, incluso de los criminales reincidentes, o la reparación real de las víctimas. Y certifica que Bukele ha optado por la burla, la humillación y el matonismo —lo mismo que aplica, por cierto, a todos sus críticos— en lugar de atender a las causas que están en el origen de la delincuencia, como la miseria, la falta de servicios o la educación, como le recordó oportunamente Gustavo Petro a través de un mensaje en redes.
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