Más allá de las ideologías: cómo hablar de Ucrania en América Latina
Al borde de un año de la guerra, podríamos volver a las constataciones simples: fuera de las alianzas de los poderosos, es posible que los ciudadanos veamos en el conflicto lo que es, una invasión
La historia, dice Paul Valéry en alguna parte, es la ciencia de las cosas que no se repiten. Yo creo saber lo que quiere decir, pero al mismo tiempo me parece claro que, si bien la historia no repite sus cosas exactamente, con los mismos actores y los mismos escenarios, tiene una tendencia innegable a plagiarse a sí misma: cambiando detalles, eso sí, para que el plagio no se note demasiado.
En eso pensaba en estos días, tratando de entender las distintas posiciones que ha tomado América Latina frente a la guerra de Ucrania. El continente, que en 2001 condenó casi sin fisuras la intervención norteamericana en Afganistán, que mayoritariamente se opuso a la guerra de Irak en 2003, está fatalmente dividido en lo que concierne a la acción criminal de la Rusia de Putin. Una larga tradición diplomática se ha opuesto siempre, en América Latina, al uso unilateral de la fuerza por parte de los países fuertes contra los más débiles: una posición, como verá cualquiera, que es también de prevención o autodefensa, pues las intervenciones imperialistas no nos han sido extrañas en los dos siglos de nuestra independencia. El problema es que esas intervenciones han sido perpetradas sobre todo por Estados Unidos, y eso ha dejado entre nosotros otra tradición paralela: un antiamericanismo feroz, sobre todo en ciertos barrios de la izquierda ideológica, que a veces nos ha llevado a perder la claridad sobre las cosas.
Es posible que eso esté ocurriendo ahora; y si fuera así, es fácil recordar que ya había ocurrido antes. En los años treinta, por ejemplo, varios líderes latinoamericanos, que todavía cargaban sobre las espaldas la memoria de la guerra de Cuba y la intervención de la Marina norteamericana en Panamá, convirtieron su antiamericanismo en un apoyo a todo lo que fuera antiamericano. Pero lo hicieron ciegamente, y por el camino de los fanatismos acabaron simpatizando con la Alemania nazi: porque los enemigos de mis enemigos son mis amigos. En uno de los pasajes más extraños de su libro Delirio americano, Carlos Granés cuenta cómo le ocurrió a José Vasconcelos: una de las luminarias del México posrevolucionario, rector de universidades y ministro de Educación. En 1929 había tenido buenas posibilidades de ser presidente, pero un embajador norteamericano saboteó su candidatura; ese resentimiento personal se unió a los agravios colectivos, y así se levantó un día Vasconcelos convertido en editor de una revista pronazi financiada por Alemania.
El crimen de agresión cometido por Rusia ha dividido a nuestras repúblicas en dos bandos: por un lado, los países que siguen una tradición que podríamos llamar republicana, que apoyan las sanciones, se han puesto diplomáticamente del lado de Ucrania y del orden internacional creado desde la Segunda Guerra, y defienden la autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención; por otro lado, los que han aceptado por la razón que sea la propaganda de Putin, y consideran que la invasión no es una invasión, sino una defensa, y que el expansionismo agresivo no es el de Rusia, sino el de la OTAN, brazo armado del imperialismo norteamericano. En el medio estaban hasta hace unos meses países como México y Brasil, cuyos diplomáticos condenaban la agresión y cuyos presidentes —López Obrador y el bien ido Bolsonaro— demostraron una reticencia a la hora de condenar a Rusia que se iba pareciendo demasiado a la connivencia. El colombiano Petro ha asumido una postura de neutralidad aislacionista. Preguntado por el asunto cuando era candidato, respondió: “Qué Ucrania ni qué ocho cuartos”. Lo cual, en traducción libre, significa: Eso les pasa a otros; mejor preocuparnos por lo que pasa aquí.
Los que han seguido a pie juntillas la versión rusa de la guerra —incluso repitiendo ridículamente las más absurdas falsedades de la propaganda— son Cuba, Nicaragua y Venezuela: todos gobiernos autoritarios donde la democracia es un fracaso y las violaciones a los derechos humanos son rutina triste; todos gobiernos que por cuestiones geopolíticas o apoyos económicos dependen más o menos de las limosnas de Putin, y que sienten que ganan millas políticas cuando el Kremlin emite amenazas veladas contra Estados Unidos. Así ocurrió en enero de 2022, cuando, un mes antes de la invasión más anunciada de la historia reciente, en medio de las negociaciones para evitar la catástrofe que finalmente se ha producido, la gente de Putin sugirió la posibilidad de poner misiles cerca de la costa norteamericana. Ningún analista que yo haya leído se toma en serio la posibilidad, pero no por ello nos deja de dar escalofríos la mera idea de que la historia, esta vez, se ponga a plagiar los días terribles de octubre de 1962.
No hay en nada de esto mayor sorpresa: no hay sorpresa en las divisiones entre bandos, ni en la utilización ideológica de una crisis humana que parece remota, ni en el incómodo tufillo a Guerra Fría que tienen demasiadas de nuestras conversaciones políticas en esta América Latina desorientada. Pero ahora deberíamos mirar más allá de todo esto. Ahora, cuando está a punto de cumplirse un año de esta invasión, cuando ya hemos visto de sobra —porque todo se ve y se sabe en nuestro mundo hiperconectado— las imágenes de sufrimiento que deja la guerra todos los días, podríamos echar mano de la navaja de Occam y volver a las constataciones simples: más allá de las alianzas o alineaciones que se hacen desde los gobiernos y los poderosos, es posible que nosotros, los ciudadanos de a pie, veamos en la guerra de Ucrania lo que es cuando uno ha apartado los velos: una invasión.
Así o con palabras parecidas lo dijo Sergio Jaramillo hace unos días, cuando nos convocó a un puñado de escritores y activistas para lanzar una suerte de llamado a la sociedad civil de América Latina. Jaramillo fue uno de los artífices de los acuerdos de paz del Teatro Colón, con los cuales el Gobierno de Juan Manuel Santos consiguió desmovilizar a la guerrilla de las FARC, pero ha montado esta campaña, #AguantaUcrania, sin ningún afán político ni representando a ninguna institución, ni a ningún partido, ni a ningún Gobierno: visitó hace poco la ciudad de Kiev y tomó nota de los estragos de la guerra, y escuchó los relatos de los ucranios sobre sus dolores recientes y los oyó también hablar de su angustia futura: pues se venía encima el invierno y la vida en la guerra, que había sido durísima durante meses, lo sería todavía más. Ese es el origen de esta campaña.
Se trata, verdaderamente, de un movimiento ciudadano, y lo mueven combustibles tan simples como la solidaridad y la admiración que nos produce a muchos la resistencia de los ucranios. Por supuesto, no hay que ser un cínico redomado para dudar de la utilidad de estas iniciativas, o para preguntarse por ella. Felizmente, eso fue lo que ocurrió el día de la presentación en público de #AguantaUcrania: la periodista colombiana Catalina Gómez le preguntó a Oleksandra Matviichuk, directora del Centro para las Libertades Civiles de Ucrania y Premio Nobel de la Paz del año pasado, si las declaraciones de apoyo de los ciudadanos de este continente remoto le servían de algo a su país agredido. Matviichuk, con enorme gratitud y más palabras, dijo que sí. No sólo porque les permite a los ucranios, que han resistido la agresión de Putin con algo que solo puede llamarse heroísmo, sentirse menos solos en el mundo, sino porque abre la posibilidad de resistir también en la otra guerra: la guerra de la información. Y en ese campo, creo yo, se jugarán muchas cosas.
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