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Paul Valéry, la vanidad del significado

Los grandes poetas suelen ser buenos filósofos. No necesitan hacer explícito su pensamiento, saben dejarlo entre líneas, en el blanco entre los versos o a vuelta de página. El francés, en cambio, se consideraba el “antifilósofo”

Paul Valéry, retratado en su despacho en 1937.
Paul Valéry, retratado en su despacho en 1937.Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)
Juan Arnau

La lengua es de natural poética, no filosófica. El filósofo vive de ilusiones. El poeta las fabrica. Al fin y al cabo, filosofía y poesía son literatura. La poesía indaga el origen, al filósofo le interesa el destino, hacia dónde vamos. Si el origen coincide con el destino, el poeta y el filósofo trabajan en la misma dirección, pero en sentidos opuestos. Ahora bien, la poesía anticipa a la filosofía. Los filósofos anteriores a Platón, ¿acaso no eran poetas? Parménides escribió un poema y Heráclito oráculos. Los bardos de los Vedas prefiguran la filosofía de las upaniṣad. Antes que palabra, el Verbo fue voz, y esa voz reconoce (y sonríe) ante la vanidad del significado. “Todo arte aspira a la condición de la música”, dice Valéry repitiendo a Schopenhauer. Y la música nada quiere saber del significado. En cierta ocasión le pidieron a Schumann que explicara la pieza que acababa de componer y había tocado al piano. La respuesta de Schumann fue volverla a interpretar.

Los grandes poetas suelen ser buenos filósofos. No necesitan hacer explícita su filosofía, saben dejarla entre líneas, en el blanco entre los versos o a vuelta de página. Heidegger decía, en una de esas frases suyas tan resonantes, que el poeta y el filósofo viven en una misma cueva. Una verdad a medias, aunque haya poetas que se han deslizado felizmente en el ensayo: Octavio Paz, Samuel T. Coleridge, T. S. Eliot, Antonio Machado o Charles Baudelaire, por citar unos cuantos. Pero el caso de Paul Valéry resulta excepcional. Pues el francés, representante de la poesía pura, se consideraba a sí mismo un antifilósofo: “En la metafísica, nos dice de joven, sólo hay necedad”. Pero la filosofía, como la respiración, es inevitable. No es algo de lo que se pueda prescindir. Cada cual, lo quiera o no, tiene la suya. Incluso para quienes la niegan, la filosofía les reserva una escuela, de la que Diógenes o Nāgārjuna serían dignos representantes.

Lo visto y lo escuchado

El irlandés Berkeley sostenía que lo que vemos y lo que escuchamos no pertenecen a mundos coherentes. La mente es la encargada de armonizar esas dos experiencias, construyendo continuamente “cosas”, que son retales de sonidos y visiones con los que nos topamos cada día. La rivalidad entre la imagen y el sonido recorre la historia de las civilizaciones, las artes y el pensamiento. India es sonora, Grecia visual. Algunas veces traza caminos divergentes, como en el caso de la música y la pintura, otras convergentes, como en la literatura y la filosofía. Una novela de Dickens puede ser escuchada, como hacía la servidumbre en las cocinas del Londres victoriano, y proyectarse en la imaginación del lector. Uno puede oír la filosofía de labios de Sócrates o “verla” en una página de Platón. En todo caso, la palabra es primero sonido y luego imagen mental (aunque ella misma, escrita, sea ya una imagen, que la cultura china y árabe han convertido en arte). Para evitar la idolatría, en el islam no se representa a Dios, como hicieron los hebreos y los primeros budistas. De ahí que no sea extraño que las cosmogonías, las teorías sobre el origen del mundo, compartan esa vieja rivalidad. Para algunos el origen fue un resplandor de luz, para otros una vibración, OM védico o big bang, que todavía se escucha en radio-ondas, aquí y ahora, en el lugar donde ustedes leen o yo escribo. El origen está siempre presente.

Decíamos que la tensión entre lo visto y lo escuchado se encuentra en la Grecia clásica e India y esa tensión luego se replica en otros pueblos. Uno estaría tentado a llamarla la “tensión esencial”, el muelle que mantiene el dinamismo de la mente (del mundo). La tensión entre lo visto y lo escuchado, entre la música y la pintura, tiene su síntesis en la palabra, que suena y permite imaginar. Hay algo en lo visual que hechiza al ojo y le impide penetrar más hondo. En su nitidez, la imagen revela, pero también oculta. Hace aparecer la individuación, pero ésta es sólo una ilusión, un contorno provisional, que la muerte desmiente. Con lo sonoro pasa algo diferente. En la música se pierde la individuación, esa a la que nos aferramos instintivamente y nos hace temer morir. El sonido es eterno, dicen los Vedas, y es anterior a los individuos, anterior incluso a las mentes. La revelación védica es una revelación sonora. Los sabios de la antigüedad no vieron, sino que escucharon. Y escucharon poemas, himnos, canciones.

La poesía reconoce la vanidad del significado. Se aferra a lo sonoro, sabe, intuitivamente, de la primacía ontológica del sonido frente a la imagen, aunque no renuncie a ella. En el caso del mundo griego, un hombre caviloso y amigo de enigmas, amante de los signos de interrogación, describió, durante la guerra franco-alemana (1870-1871), ese mito fundacional. Y lo hizo a propósito de la tragedia griega, “bajo la capucha del docto” (pero sin la aridez del filósofo sistemático), al modo poético y artístico de quien comparte el anhelo de belleza de los griegos, de fiestas y cultos, de saturnales y oráculos. Friedrich Nietzsche se atrevió a dejar atrás el viejo fardo de difíciles cuestiones eruditas y doctrinales, desde el historicismo al “odio al mundo” de algunas ciencias y credos, que relegan el arte al reino de la mentira. Se atrevió a bajar de la cátedra, desde la que se enseña la ciencia (“y el problema de la ciencia no puede ser conocido en el terreno de la ciencia”), para reunir a su alrededor no sólo a la juventud filológica de Alemania, sino a “tigres y panteras” que, desde Grecia a la India, siguen escuchándolo.

Ese mito fundacional lo recoge el Zaratustra y cabe en una frase. “El Creador quiso apartar la vista de sí mismo y entonces creó el mundo”. Un mito que encontramos también en las upaniṣad. La soledad del creador (o su aburrimiento), da pie a la aventura del mundo. Una aventura que, como toda aventura que se precie, puede salir mal. El mundo como invención poética de un ser divinamente insatisfecho. Esa aventura está muy lejos de ser perfecta y no carece de exigencias y dificultades. La fuente eterna produce constantemente individuaciones y, al hacerlo, se desgarra a sí misma. La consecuencia inmediata es el sufrimiento inherente a la vida reconocido por el budismo y el cristianismo, consecuencia de ese desgarro primordial. La muerte supone la aniquilación de la individuación y, o bien la reintegración al origen, o bien un largo itinerario por incontables individuaciones.

La tensión es constante, la reconciliación periódica. Apolo y Dioniso no son dioses opuestos. Apolo es distancia, imagen. Dioniso es el ritmo y la vibración del tambor. No son dioses rivales ni principios opuestos, son complementarios. Uno puede ordenar su vida mediante uno de ellos o, como hace el poeta, unificarlos. Curiosamente, el algoritmo que configura el mundo moderno, es mudo (no vibra) y ciego (abstracto). Pero se nutre de nuestras emociones con lo visto y lo escuchado. Apolo y Dioniso son hijos de Zeus. El primero es dios del sol, del pensamiento y la claridad, y apela al orden, la prudencia y la pureza. El segundo (bastardo, mestizo) es el dios del vino y la danza, gusta del caos y lo irracional, apela a emociones e instintos telúricos y a cierta violencia primordial. Desde el punto de vista de las artes, Apolo es la escultura y la proporción arquitectónica, mientras que Dioniso es la música arrebatadora. Desde la perspectiva india, el primero representaría la conciencia original del puruṣa, un principio masculino e inmutable, vacío de contenido, que se recrea en el segundo, la naturaleza primordial de prakṛti, el principio femenino y creativo que impulsa el despliegue y el repliegue cósmico. Nuestra tesis es sencilla y antigua. En la persona palpitan, en juego interminable, esos dos principios complementarios. Esa pareja, lo visto y lo escuchado, ha recibido numerosos nombres. Los poetas lo saben, aunque a veces lo sepan sin saberlo.

El antifilósofo

Muchos creen que la filosofía consiste en tener opiniones, en sostener una visión del mundo. Pero hay una filosofía que permite distanciarse de las opiniones, tanto de las propias como de las ajenas. Contemplarlas desde fuera, con sana indiferencia, incluso con cierta jocosidad. Esa es la postura, sospecho, de Valéry. Una perspectiva que rehúsa “sostener” y prefiere contemplar.

La realidad radical es la vida. De pronto, nos encontramos en ella y no lo hacemos desnudos. Llegamos con todo un ropaje de inclinaciones, instintos y creencias que, a lo largo de la existencia irán tomando ese curso singular que llamamos biografía. El curso de nuestra vida depende directamente de estas creencias y opiniones sobre el mundo, sean fundadas o infundadas. El descreimiento también es una forma de creencia. La ciencia, lo mismo. Todos cargamos con un repertorio de convicciones, como individuos, como pueblo y como contemporáneos. Esas creencias son el suelo de la vida del pensamiento, ya sean los axiomas de la lógica o la fe del creyente. La fe no es propia del entendimiento, sino de la voluntad. Cree el que quiere creer. Las creencias, además, no forman un sistema o un todo coherente. En ocasiones son contradictorias o simplemente inconexas.

La idea es aquello que se piensa. La creencia se puede pensar, pero no necesariamente. Generalmente se tiene, prefiere el perfil bajo. Con ella se analiza todo lo demás y uno orienta su vida. Nāgārjuna, filósofo budista del siglo segundo, propuso algo imposible: el abandono de todas las creencias y opiniones. Lo que propone, claro está, es un ideal. El ideal del sabio, que es aquel que no se deja enredar por creencias y opiniones, y abandona los debates estériles sobre si el mundo es esto o lo otro. Y lo hace siguiendo una tradición escéptica (y saludable) del mahāyāna que se remonta a un episodio de la vida de Buda. En cierta ocasión le preguntaron al maestro por cuatro cuestiones decisivas que han ocupado a los filósofos durante siglos. Estas cuestiones se referían a la infinitud o finitud del espacio y el tiempo, a la identidad o diferencia entre el cuerpo y el alma, y al destino del liberado después de la muerte. Todos los presentes aguardaban expectantes la respuesta. Y el maestro de nuevo los sorprendió a todos, guardando un prolongado silencio. La vida de cada cual no mejora o empeora por saber si el tiempo o el espacio acaban. Tampoco se aprovecha mejor por saber si el cuerpo o el alma son la misma cosa o diferentes. El caso es que estas opiniones resultan ociosas, una distracción para la mente diáfana y atenta a la que apunta la enseñanza.

Llevado al terreno de la teoría del conocimiento, que los filósofos llaman epistemología, lo que Nāgārjuna sugiere es que los medios de conocimiento (percepción, inferencia, metáfora y testimonio verbal) no pueden entenderse sin los objetos que conocen y viceversa. Esa dependencia mutua hace que ambos sean, para Nāgārjuna, entidades carentes de naturaleza propia, vacías, casi ficticias, más parecidas a una ilusión o un sueño que a una sólida realidad.

Todo ello es una forma de decir que estamos entrelazados con los objetos que percibimos. El sujeto no puede entenderse sin el objeto, y ninguno de los dos pueden entenderse sin el hecho mismo de percibir. La percepción es el lazo que ata y compromete al sujeto con el objeto. Ambos dependen de ella, irá otro filósofo indio. La percepción tiene una luminosidad propia (que es la luminosidad de la vida), y en su luz se bañan el sujeto y el objeto, que, desde esta perspectiva, son luz reflejada. Conviene entonces que la mente abandone las especulaciones y atienda al elemento genuino de lo real: la percepción (y el deseo que suscita). Un talante (no una postura) que comparte con el poeta filósofo.

En una noche oscura

Valéry quiso ser marino. Pero ciertas vicisitudes le impidieron ingresar en la Escuela Naval. Estudia derecho y se horroriza ante la fauna que encuentra en el aula. “La estupidez y la insensibilidad me parecen inscritas en el programa. Mediocridad de alma y ausencia total de imaginación entre los mejores de la clase”. Añora su vida, imaginada, de marino.

Paul Valéry, en su casa en 1935.
Paul Valéry, en su casa en 1935. Jean-Guillaume GOURSAT (Gamma-Rapho via Getty Images)

Un episodio marca su juventud. Ocurre en Génova, esa ciudad donde Nietzsche fue feliz, la noche del 4 de octubre de 1892. Se ha cruzado en la calle con una mujer catalana, de la cual ha quedado prendado. No sabe su nombre, intuye que tiene unos diez años más que él. La vuelve a ver en otras ocasiones, pero no se decide a abordarla. Se desata una crisis. Confiesa a un amigo: “Creí volverme loco en cierta noche blanca —blanca de relámpagos— que pasé sentado deseando ser fulminado”. La belleza como desesperación (imposible poseerla). Entre los fogonazos reconoce con espanto la vanidad radical de su vida anterior. Decide separarse de sí mismo, de un yo que considera falso. Desprenderse del ídolo del amor (una imagen: la amazona catalana, su languidez, su talle tembloroso, su coquetería), del ídolo de la literatura, de la religión, de todo lo emotivo que rompe el equilibrio de la inteligencia. Valéry se enfría, decide enfriarse. La violencia de su sensibilidad le hace erigir otro ídolo: el intelecto. Pero elegir el intelecto no es, contra lo que puede parecer, elegir el contenido. El contenido es sólo vanidad. Elegir el intelecto es elegir el “secreto de la forma”, y ese secreto no es una imagen (de nuevo la vanidad), sino un sonido, un ritmo, una vibración. Esa será su ascesis. Meditaciones en la madrugada, que anota en una pizarra. De ahí saldrán sus Cuadernos. Valéry y Simone Weil no se hubieran entendido, aunque buscan lo mismo por diferentes caminos. Ella es filósofa, él sonidista.

La noche oscura era, para fray Juan de la Cruz, un estado de la mente. El alma se crea para sí un estado de total oscuridad, unas rigurosas tinieblas que, paradójicamente, permiten atisbar una luz sobrenatural. El alma (la mente) debe preservar esa oscuridad de toda claridad figurada o intelectual, debe dejar fuera todo lo sensible y razonable, quedarse en la noche oscura, mantenerse en ella, no ceder en nada al conocimiento ordinario de su vida pasada, pues “todo lo que el entendimiento pueda comprender, la imaginación forjar, la voluntad apetecer, todo eso, es demasiado diverso y descomedido a Dios”. La experiencia debe alejarse de todas las experiencias previas, debe dejarlas inexpresadas, abandonar el lenguaje del mundo. Desterrar el significado

El poeta, transfigurado, resuelve distanciarse del contenido. Pero el sentido surge donde menos de lo espera. Es el acompañante fiel de la forma, sonora o visual, incluso de la azarosa. Dibujemos un garabato de modo automático, casi inconsciente. Observémoslo durante unos instantes. En seguida encontraremos algo a lo que se le parece. Un rostro de perfil, una nube, un insecto. El sentido es como una sombra que acompaña a la forma, a cualquier forma. Y Valéry pretende lo imposible, liberarse de la sombra del sentido, saltar fuera de ella. Como Nāgārjuna, que quería liberarse de las opiniones.

La vida de Valéry no tiene mucho interés. Tras realizar el servicio militar se instala en París. Conoce la obra de Edgar Allan Poe, una “síntesis de los vértigos”, que hace palidecer la sombra de Mallarmé. Frecuenta la casa de dos antimodernos: Marcel Schwob y Joris-Karl Huysmans. Trabaja como redactor del Ministerio de la Guerra y como periodista en Londres. Su vida de entonces está gobernada por una pulsión de muerte (como confesará más tarde a André Gide). En 1896 intenta suicidarse. Cuando ya tiene la siga al cuello, ve un libro, la obra de un humorista, lee unas cuantas líneas, más o menos absurdas, y se siente liberado. Es el absurdo, no el sentido, el que lo salva. Se casa y tiene tres hijos. La vida familiar discurre sin sobresaltos.

André Gide le pide autorización para publicar los poemas que han aparecido en algunas revistas. Valéry se niega, pero sus amigos reúnen todos esos números atrasados, mecanografían los poemas y se los llevan a su casa. Tras vacilar inicialmente, acepta corregirlos. “Contacto con mis monstruos. Disgusto. Me pongo a manosearlos. Retoques”, anota en su cuaderno. Como la obra le parece breve, decide añadirle un poema que será su despedida de la poesía. Al año siguiente estalla la guerra y su trabajo se ve interrumpido. Lo completa en 1917 y se titula La joven Parca. Una epopeya íntima, donde la parca navega en un mar de sangre y linfa y, mientras canta, desenreda su propio ser. Poema de la conciencia, la memoria y el devenir. Su protagonista es al mismo tiempo sujeto y objeto. La muerte no está cansada, ni siquiera es vieja. La muerte es pura vitalidad. No hay otra vida que ésta, virgen, fuerte, arriesgada, zarandeada por las tempestades. La épica es el juego con la corriente, el juego con la muerte. Un juego para el cual hace falta ser joven. La parca ya no es una de las tres ancianas de la mitología (que hilan, devanan y cortan el hilo de la vida), sino una joven apasionada que teje el destino de los seres.

Tras la guerra surge de una melodía en su cabeza. Un ritmo de cadencia medieval, utilizado en los cantares de gesta: el decasílabo con acento y cesura en la cuarta sílaba (4-6). Todavía no sabe qué puede llenar esa forma. El marco sonoro, va engendrando imágenes flotantes. Una sinfonía de frases melódicas resuena en su interior y acaba decantando El cementero marino. De nuevo la cosmología india. Valéry se limita a escuchar. El origen como vibración primordial. La creación mediante el sonido. La imagen recurrente que suscita ese ritmo es una visión de juventud, una colina que desciende hacia el mar, bajo la luz mediterránea, sobre la dentadura irregular de las lápidas. El cementerio de Sète, su ciudad natal. Ese libro lo encumbra a la fama. Se suceden los honores y reconocimientos. Ingresa como miembro de número en la Academia Francesa. Durante la ocupación alemana no sólo rehúsa colaborar, sino que se atreve, como secretario de la Academia, a pronunciar una elegía al “judío Henri Bergson”. Lo destituyen como administrativo del Centro Universitario de Niza.

Al final de su vida descubre la pasión amorosa. Desde 1938 hasta poco antes de su muerte vive una relación secreta Jeanne Loviton, abogada, treinta y dos años más joven, escritora de novelas y amante de los escritores. El romance le susurra incontables poemas de amor, que reúne en un volumen con título español: Corona & Coronilla. Finalmente, ella lo abandona por un editor. No se recupera del golpe. Muere dos meses después. Es enterado en el cementerio marino de Séte, que inspiró su poema. El funeral lo preside Charles De Gaulle.

El filósofo que no fue

Pero lo que nos interesa aquí no es el bardo Valéry, pese a sus extraordinarios méritos. Nos interesa el filósofo que no quiere serlo, y el cosmólogo. Valéry tiene algo de Monsieur Teste, busca un alto grado de precisión en el lenguaje, lograr definiciones cinceladas por bordes de diamante, seccionar hasta el mínimo lo vago y mal considerado. Es un esfuerzo vano y lo sabe, pero se ejercita insistentemente en él. “Hay un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota”.

Una novela se hace con oraciones, un poema con palabras (que son ritmos y acentos, además de imágenes). Una novela puede tener ideas, un poema en ningún caso, es una carga de la que es mejor prescindir. El placer y el dolor son elementos molestos para la construcción intelectual. “Ofrecen el carácter mismo de la confusión, de esa dependencia recíproca del observador y la cosa observada, que está a punto de convertirse en la desesperación de la física teórica”. El apetito del filósofo le hace salir de caza. Es un animal dialéctico que acecha el significado, que lo rastrea y huele. Valéry se pone heideggeriano, sin saberlo. “La caza dialéctica es una caza mágica. Al bosque encantado del Lenguaje, los poetas van expresamente a perderse, a embriagarse de extravío, buscando las encrucijadas del significado, los ecos imprevistos, los encuentros extraños, no temen ni los rodeos, ni las sorpresas, ni las tinieblas.” Y a continuación parece enunciar el principio de complementariedad (eso tiene la poesía, que anticipa realidades epistemológicas): “Pero el montero que se excita yendo a la caza de la “verdad”, siguiendo una vía única y continua, en la que cada elemento sea el único que debe tomar para no perder ni la pista, ni la victoria del camino recorrido, se expone a no capturar por último más que su sombra. Gigantesca en ocasiones, pero su sombra al fin y al cabo”. Valéry está diciendo lo mismo que dirá, respecto a la física, su contemporáneo Niels Bohr. El lenguaje que elegimos (que somos) se refleja en las respuestas que recibimos (de la Naturaleza). Ella no hace sino reflejar nuestra propia sombra, teórica, instrumental. Valéry lo dice en un discurso pronunciado en París en agosto de 1937. El principio de complementariedad, postulado fundamental de la mecánica cuántica, se le ocurre a Bohr en unas vacaciones de esquí en Noruega (tras recibir noticias del principio de incertidumbre de Heisenberg), y se presenta formalmente en el Congreso de Solvay de 1927.

Frente al que busca vanidosamente su propia sombra, el artista quiere saltar fuera de ella, perderse, profundizar en el sentimiento de lo arbitrario. “La necesidad del lógico proviene de una cierta imposibilidad de pensar, que no permite la contradicción: tiene por fundamento la conservación rigurosa de las convenciones de notación -definiciones y postulados-. Pero esto excluye del dominio dialéctico todo aquello que es indefinible o mal definible, todo aquello que no es esencialmente lenguaje. Y no existe contradicción sin dicción, es decir, fuera del discurso.” La contradicción es un asunto lingüístico, es aquello que deben evitar el matemático o el lógico, pero no el poeta. El poeta debe buscarla, zambullirse en ella (el artista vive en la intimidad de su arbitrariedad, esa es su necesidad), pues la vida, si es algo, es esencialmente contradictoria. La vida no contradictoria no es vida, es burocracia. Negar lo indefinible supone un empobrecimiento abusivo de lo real.

La ética de la forma conduce a un trabajo infinito. La obra (poética, literaria, incluso filosófica) puede, en ocasiones, servir a la reforma de uno mismo. El trabajo de la literatura como tecnología del yo. En la obra terminada hay cierta complacencia, una comodidad que es destruida cuando la obra es reexaminada continuamente. Hay algo divino y perverso en esa actitud de volver una y otra vez sobre ella. Valéry conoce ese placer. Es como si la creación fuera reversible. Como si la obra de arte nunca estuviera acabada, como no lo está este universo. El arte genuino es aquello que se abandona o se entrega a las llamas (Heráclito) o al público (dispuesto rápidamente a interpretarlo, a cargarlo de significados). “Sólo lo que no ha ocurrido no envejece”. La frase de Schiller resultará familiar a muchos dilatantes. La dilatancia ha sido siempre muy literaria (Oblomov, Bartleby). Ambos fueron diletantes y dilatantes. Aficionados a estirar el tiempo, a dilatarlo, a ir despacio, desafiando una época en la que todo es apremiante.

El sueño de la creación

El mito de la creación consiste en creer que se puede hacer algo de la nada. Esto sirve tanto para la cosmología como para el arte. Crear no es hacer algo de la nada. Crear es componer, plegarse a las condiciones que impone una forma ya hecha, escuchada, vista o leída, que resuena en nosotros. La composición, no la creación, es lo que se opone a la muerte, que es descomposición. El poeta y el escritor buscan composiciones. Formar de varias cosas una, juntándolas y colocándolas con cierto modo y orden. Pero esas cosas, palabras, notas, colores, ya estaban ahí. No han sido creadas, han sido compuestas, ordenadas según ritmo y medida, dibujando un rastro de pólvora para que lo recorra la llama del espíritu. Una partitura que ya sólo pueden ejecutar los demás y que, para su autor, es sorda y opaca.

Valéry nos ha dejado una de las mejores definiciones del sueño, mezcla indivisible (inanalizable) de lo verdadero y lo falso. “Es cierto que me asfixio, es falso que me acose un león”. La atención y el sueño no son muy diferentes. Para pensar de un modo práctico y útil hemos de confundir una imagen con su objeto. “Porque los confundo puedo pensar y porque no los confundo puedo actuar… En la vigilia, reconocer A es un fenómeno que depende de A, en sueños, reconozco a A en el objeto B”.

Representamos diferentes papeles. Pero también podemos abstraernos (sin dejar de representarlos), vernos a nosotros mismos representarlos. Escucharnos hablar o gritar (esto último es más difícil), vernos sonreír o correr. Entonces nos separamos de nuestro régimen mental más frecuente. Los objetos no “están” afuera: los “lanzamos”, como se lanza una pelota. Ob-iectum quiere decir lanzado afuera. Sólo podemos actuar moviéndonos hacia un fantasma. Solamente podemos amar lo que nosotros creamos. Lo fijo engendra lo falso. Y sujeto, sub-iectum, es lo guardado adentro y escondido. Ambas son operaciones del intelecto y sus estrategias.

La tentación tiene su origen en la imagen, en una visión que despierta en nosotros una necesidad. La imagen crea la necesidad donde no estaba. “En la naturaleza, la raíz crece hacia la humedad y los brotes hacia el sol, y la planta se hace de desequilibrio en desequilibrio, de ansia en ansia. La ameba se deforma hacia su minúscula presa, obedece a lo que va a transustanciar”. De ahí que suprimir las causas finales en la biología haya sido el gran disparate de la modernidad. Tal es el mecanismo de la naturaleza viva, la imagen provoca, tienta. Vivir es carecer en todo momento de algo y modificarse para alcanzarlo. Todo en la naturaleza es alimento, comedor y comido. “Llévame a lo que está más allá del alimento”, dice una antigua upaniṣad. “Vivimos de lo inestable, por lo inestable, en lo inestable; en ello reside el asunto todo de la sensibilidad”, dice Valéry. La Física debería volver al estudio de la sensación (descartado por Descartes). Ese es el poder irreductible de todo lo vivo. La imagen, la facultad imaginativa, se hace placer, dolor, necesidad, desazón, esperanza, “nos convierte en ángeles o bestias según la hora del día que sea”. La percepción multiplica las formas del deseo o del rechazo y se hace inteligencia, lenguaje, simbolismo, para escapar de sí misma.

Filosofía y poesía

Hay una diferencia radical entre poesía y filosofía. Mientras que la esencia de la poesía es permanecer, ser repetida, la esencia de la prosa es perecer, ser comprendida, “ser disuelta, destruida sin remedio, enteramente reemplazada por la imagen o por el impulso que significa según las convenciones del lenguaje”. Ello se debe a que el universo práctico se reduce a un conjunto de fines, logrado su objetivo, la palabra expira. El ámbito práctico excluye la ambigüedad, la elimina, mientras que el poético profundiza en ella, la recrea. Y reivindica su propia voz, musical, no se deja sustituir por el significado ni sabe nada de fines.

Detengámonos en la naturaleza de la palabra. Cuando se la utiliza en el lenguaje ordinario no ofrece ninguna dificultad, enganchada al tren rápido de la frase. Pero cuando se la retira, cuando se aísla en una probeta, la palabra empieza a generar dificultades. Entonces la palabra, que era un medio (límpido y fiel) se convierte en un fin. Entonces pasa a ser enigma para el pensamiento, adquiriendo cierta rigidez, una corteza filosófica. “Cada palabra me parece una de esas planchas ligeras que se arrojan sobre las zanjas o grietas de montañas y que soportan el paso del hombre en rápido movimiento. Pero que pase sin pesar, que pase sin detenerse y, sobre todo, ¡que no se divierta bailando sobre la plancha para probar su resistencia!”. No hay más que consultar con la propia experiencia “para comprobar que nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a los otros gracias a la velocidad de nuestro paso por las palabras. No hay que insistir sobre ellas, a riesgo de ver el discurso más claro descomponerse en enigmas, en ilusiones más o menos cultas”. Sentido es velocidad. Correr de la frase. Y aquello que corre ante nosotros con más evidencia es la vida, la propia vida. “No existe teoría que no sea un fragmento, cuidadosamente separado, de una autobiografía”.

Las exequias de Paúl Valéry en París, en 1945.
Las exequias de Paúl Valéry en París, en 1945. Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)

Las relaciones entre literatura y filosofía se ven con más claridad si nos vamos a sus extremos. Por un lado, la poesía, en el contrario, el pensamiento abstracto. Un contraste demasiado abrupto contra el que conviene ponerse en guardia. Cuando se presenta una pregunta al espíritu, lo normal es que, ese problema íntimo, acabe haciéndose público. Pues se contesta con las opiniones de otros, con lo que nos han enseñado o hemos leído que es el mundo. Entonces la pregunta, que era un tesoro, ha dejado de ser nuestra. Se convierte en papel moneda y puede fácilmente intercambiarse con otras. Tras incontables transacciones, acaba por convertirse en calderilla.

Rendir el sentido

Mientras la novela es el arte de la oración (toda novela no es sino una larga oración), la poesía es el arte de las palabras. Ciertas combinaciones de palabras producen ciertas emociones, tanto por las imágenes que suscitan como por su sonoridad. El sonido puede bastar. El fundamento es el sonido y el sentido algo que se le añade. La música carece de sentido, puede prescindir de él. En la poesía, “los objetos del mundo ordinario, exterior o interior, los seres, los acontecimientos, los sentimientos y los actos que, permaneciendo como son comúnmente en cuanto a sus apariencias, se encuentran repentinamente en una relación indefinible, pero maravillosamente afinada con los modos de nuestra sensibilidad general… Se llaman unos a los otros, se asocian, se encuentran musicalizados, convertidos en resortes el uno por el otro.” Una situación que se aproxima al mundo onírico.

Los poetas son, como los magos, despiadados. Imponen cierta luz, una determinada combinación de palabras. Conduce simultáneamente la sintaxis, la armonía y las ideas. No suelen ser especialmente sensibles. Su función “no es sentir el estado poético, sino crearlo en los otros”. Se reconoce al poeta en que “convierte al lector en inspirado”, le hace vivir, fugazmente, la ilusión poética. El público ha estado a la altura, decía Oscar Wilde comentando uno de sus éxitos teatrales. La literatura ejercita el espíritu. La obra es sólo un medio, un sherpa que nos lleva a la cima. Pero la ascensión ha de hacerla uno mismo.

Decíamos, al comienzo, que el significado es vanidad. Cambia con los tiempos, los climas y los humores. El sonido permanece. Las palabras del poeta no se conforman sólo con el significado, no quieren morir en la orilla de la significación, ni quieren ser meramente usadas, quieren ser algo más. “Los versos, extrañamente ordenados, no responden a ninguna necesidad, si no es la necesidad que deben crear ellos mismos”. Esa autonomía no es falta de dependencia (los versos dependen de la voz pública, las palabras, y las palabras están vivas, en libre circulación de intercambios), pero se retira del mundo de las causas y los efectos para ser, en el caso de la gran poesía, causa sui, palabra soberana. En este sentido, la poesía es el origen de la filosofía, un origen siempre presente, de ahí la necesidad de atisbarla, entre líneas, en la filosofía. De ahí que haya frases que exijan su repetición. Queremos volverlas a oír, queremos sentir de nuevo la presencia del origen. Palabra repetida, palabra que se despoja de la carga del sentido, que adquiere un valor al margen del significado.

“El lenguaje puede producir dos espacios de efectos completamente diferentes. Unos, cuya tendencia es provocar lo necesario para anular el lenguaje mismo. Les hablo, y si han entendido mis palabras, esas mismas palabras están abolidas. Si han entendido, eso quiere decir que esas palabras han desaparecido de sus mentes, han sido sustituidas por una contrapartida, por imágenes, relaciones, impulsiones, y ustedes poseerán entonces con qué transmitir esas ideas y esas imágenes a un lenguaje que puede ser muy diferente. Comprender consiste en la sustitución más o menos rápida de un sistema de sonidos, de duraciones y de signos por una cosa muy distinta, que es en suma una modificación o una reorganización interior de la persona a la que se habla. Y he aquí la contraprueba de esta proposición: la persona que no ha comprendido repite o se hace repetir las palabras”.

Generalmente se aprecia más el fondo que la forma. “La mayoría de los lectores atribuye a lo que denomina el fondo una importancia superior, incluso infinitamente superior, a lo que denomina la forma. Otros hay, sin embargo, que ven las cosas de modo completamente diferente, y piensan que tal manera de juzgar es una superstición. Consideran audazmente que la estructura de la expresión está dotada de una suerte de realidad, mientras que el sentido, o la idea, no es más que una sombra. El valor de la idea no está determinado, cambia con las personas y los tiempos. Lo que uno considera profundo, para el otro es una evidencia insípida o de una absurdidad insoportable. Basta, finalmente, mirar un poco en derredor para observar que lo que aún puede interesar de las letras antiguas a los modernos no pertenece al orden de los conocimientos, sino al de los ejemplos y los modelos. (Valéry 1995b)

Pierre Menard, autor del Quijote, realiza una obra invisible. El sentido del humor de Borges representa la falsa dicotomía de la que hablamos. Los textos cambian según el modo en que son leídos. Un libro no puede ser un ente incomunicado y fracasa, como los idiomas, en cuanto se lo aísla. Una literatura difiere de otra menos por sus textos que por la manera en que son leídos. La palabra no es animal de laboratorio. La sugerencia de Borges de leer textos como si otro los hubiera escrito (leer la Imitación a Cristo como si la hubiera escrito Joyce), tiene su reflejo en la actividad del copista o del lector: cada uno de ellos copia o lee un texto diferente que, sin embargo, contiene exactamente el mismo número de signos ordenados de idéntica manera. La misma combinación cabalística, o de la máquina llulliana, produce dos textos diferentes que formalmente son el mismo; la forma se mantiene mientras que el contenido cambia.

El pensamiento filosófico tiende intuitivamente a lo práctico, para concretarse, para hacerse realidad. Entrar en el universo poético exige estar dispuestos a ser transformados, dispuesto vivir, aunque sólo sea por unos instantes, en un ámbito donde las leyes no son ya de orden práctico, un ámbito donde resuena, entre líneas, el origen. Filosofía y poesía se sirven de los mismos materiales, la voz pública. Comparten sonidos, timbres, gramática, grafía, pero los coordinan de modo diferente. Carece de sentido razonar sobre la poesía, como también hacerlo sobre la música. El comentarista musical, si ama la música, sabe que su prosa es una prosa de cantamañanas.

“El lenguaje articulado, cuando es espontáneo, es una explosión que nos libera del peso de alguna impresión”. Aquieta la mente. Paradójicamente, ser comprendido es hacer desaparecer las palabras, borrarlas. Cuando uno es comprendido, las palabras que emite se borran, se transforman en otra cosa en la mente del oyente. “El discurso ha dejado de existir: es reemplazado enteramente por su sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones, en suma, por una modificación interior del oyente”.

Una reorganización interior. En qué sentido, es difícil de precisar, pero funciona. En la India se dice que la mente es un elefante salvaje y que sólo se la puede domar con dos cosas, la respiración (de ahí la tradición del yoga) y la palabra. La palabra repetida del mantra o la palabra del poeta, puede obrar el summun bonum, un “estado de poesía”, que en la tradición hindú llama kaivalya, la mente diáfana.

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