Las abejas obreras de ChatGPT
Miles de personas malpagadas se exponen cada día a atrocidades para sostener la ilusión de un automatismo inofensivo
Es un mal año para la industria tecnológica. No sólo ha perdido valor en Bolsa y despedido a miles de trabajadores, sino que ha faltado a la mayor parte de sus promesas. Ni energías limpias ni coches autónomos ni metaverso, por no mencionar el desencanto de las cripto, la web3 o el 5G. Con una excepción: los modelos generativos como ChatGPT han superado nuestras expectativas y disparado nuestra imaginación. Va a ser el gran año de la inteligencia artificial (IA).
OpenAI es la estrella. Aspira a recaudar más de 29.000 millones de dólares en los próximos días, incluyendo 10.000 millones de Microsoft que cambiarán nuestra forma de buscar en la Red. Sin embargo, la verdadera innovación de LaMDA (Google), Galactica (Meta), Dall-E2 y ChatGPT (OpenAI) es la interfaz de usuario. El lenguaje natural es una interfaz tan poderosa que sobrevende su potencial para reemplazarnos y destruirnos. Si lo consiguen, no será por la singularidad.
La magia de ChatGPT consiste en predecir con aplomo la manera más persuasiva de colocar una palabra delante de otra. Es el descendiente evolutivo y glorificado del autocomplete del buscador. E incluso para eso necesitan nuestra ayuda. Como dice la académica australiana Kate Crawford en su Atlas de una inteligencia artificial, “no son autónomos, racionales ni capaces de discernir algo sin un entrenamiento extenso e intensivo”. ChatGPT depende del trabajo de cientos de trabajadores no cualificados que cobran menos de dos dólares la hora por exponerse a los contenidos más perturbadores de la Red.
GPT-3 aprendió a dominar el lenguaje coloquial asimilando cientos de miles de millones de contenidos de internet, incluyendo la clase de foros que no siempre representan lo mejor de la raza humana. Evitar que diga barbaridades o que repita la propaganda de supremacistas, antivacunas, fanáticos de QAnon y otros colectivos tóxicos que inundan la Red con campañas de desinformación requiere una buena purga. Un proceso que consiste en buscar y etiquetar a mano aquellos contenidos que no quieres que repita, incluyendo abuso sexual de menores, bestialismo, asesinatos, suicidio, tortura, automutilaciones o incesto. Para hacerlo, OpenAI subcontrata empresas en Kenia, Uganda o India que también trabajan para Google, Meta y Microsoft.
Por un sueldo que oscila entre los 1,22 y los 1,85 euros la hora, miles de trabajadores no cualificados examinan los rincones más oscuros de la naturaleza humana. Se exponen durante más de ocho horas diarias, en países sin derechos laborales que garanticen un mínimo de entrenamiento o asistencia psicológica. Es la paradoja de la inteligencia artificial: cada vez consume más humanos. El modelo se llama IA Potemkin o fauxtomática, un término que acuñó la ensayista Astra Taylor para describir la ilusión de automatismo que producen miles de personas ocultas, los duendes secretos del taller de la IA. Ellos son los esclavos del siglo XXI, condenados a remar en la oscuridad de las galeras para que el barco se mueva como por arte de magia, prometiéndonos la libertad.
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