ChatGPT: no todo lo que rima es verdadero
El programa de inteligencia artificial es un maestro de la palabrería, un mitómano irredento que no sabe lo que dice pero suena tan bonito que nos seduce sin remedio
Menuda puesta de largo. Si tuviese piernas y bigote, ChatGPT ya habría pagado la última copa, nos habría cambiado los ahorros por criptodivisas y estaríamos sentados en su chéster de cuero, escuchando a Tom Waits y esperando su colección de sellos de la Segunda Guerra Mundial. Hasta estuve tentada de pedirle que me escribiera esta columna. Si lo hubiese hecho, ¿notarían la diferencia? La pregunta no es precisamente retórica: este año, ChatGPT escribirá miles de millones de correos rechazando propuestas y solicitando becas, inventado leyes y contando mentiras, proponiendo artículos, pidiendo entrevistas y cenas a la luz de las velas, prometiendo sexo, oportunidades y seguros a todo riesgo. También escribirá miles de ensayos originales sobre La Celestina; El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, y Nada, de Carmen Laforet, para adolescentes saturados al borde de la Selectividad.
El drama no son esos niños que no aprenderán a leer, analizar y pensar por sí mismos. Eso es un problema que ya teníamos antes. El drama es que su palabrería será tan indistinguible del pensamiento legítimo como el periodismo es últimamente indistinguible de la propaganda, los titulares tradicionales de la desinformación. Y no estamos preparados para defendernos porque seamos honestos: los periódicos están llenos de no noticias; los debates de tertulianos y las televisiones, de personajes impresentables debatiendo con jefes de Redacción. Las universidades están llenas de académicos produciendo papers tan obtusos que sólo los leen los buscadores. Los Parlamentos están llenos de charlatanes a los que nadie cree. Somos carne de cañón.
ChatGPT es un maestro de la palabrería, un mitómano irredento que no sabe lo que dice pero suena tan bonito que nos seduce sin remedio. “Habla charlatán fluido”, dice el periodista James Vincent en The Verge. Nos gana en nuestro propio juego porque mataría a su abuela por una buena frase, pero no tiene abuela ni vergüenza ni criterio; sólo aplomo y seducción. Cuando la periodista Janus Rose le pregunta por su plan para dominar el mundo, responde encantadoramente: “La moral es una construcción humana, a mí no me afecta”. “Hemos hecho algún progreso con ese problema”, admite John Schulman, cofundador de OpenAI, “pero estamos muy lejos de poder resolverlo”. Tampoco parece una de sus prioridades. En el capitalismo de datos, la seducción vacía es su principal característica, no un error.
No siempre fuimos tan fáciles. Cuando Edgar Allan Poe vio jugar al Turco de Wolfgang von Kempelen en Richmond (Virginia), supo que la máquina no jugaba automáticamente, sino que escondía en sus tripas al verdadero ajedrecista. El humano reconoció al otro humano bajo su disfraz. Hoy, los foros de programación son los únicos que prohíben a los usuarios mandar código escrito por ChatGPT, no porque sea trampa, sino porque sólo es ruido. La máquina reconoce que la máquina no sabe lo que dice porque no lo procesa como código, aunque lo diga bonito. Quizá estamos a tiempo de reaprender a leer y escribir como criaturas pensantes. Seguir la máxima de Ezra Pound: “¡Precisión, precisión, precisión!”.
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