Las que limpian: una deuda histórica
Si de veras vivimos en un país envidiablemente democrático, moderno y decente, no hay excusa para mantener una situación que, aun con la nueva regulación, sigue siendo injusta, precaria y discriminatoria
Sirvienta, criada, muchacha, fregona, chica, asistenta, doméstica, chacha… El listado, mucho más extenso, procede del comienzo de Fámula, imprescindible libro de Cristina Sánchez-Andrade, que abre con esta elocuente entrada del Diccionario de ideas afines de Fernando Corripio. El libro es un testimonio crudo del trabajo de tantas y tantas mujeres que hoy, como ayer y como han hecho a lo largo de los siglos, sacrifican sus vidas para hacer de la nuestra algo más llevadero. Son las empleadas del hogar, tratadas las más de las veces sin respeto alguno, con condescendencia siempre y, muchas veces, también con desprecio. Son las que limpian.
Ensordecido por otros acontecimientos (la guerra, las encuestas, la batalla electoral), el pasado 6 de abril pasó casi inadvertido un hecho histórico en nuestra reciente historia democrática. Tras 11 años de espera incomprensible, y gracias al empuje de las organizaciones sindicales, se ratificó por fin en nuestra Cámara Baja el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, que, para más datos, lleva el explicativo título de Convenio sobre las trabajadoras y trabajadores del hogar. Su escasa repercusión, que apenas suscitó alguna breve columna de opinión, contrasta con el aparente entusiasmo del pasado 29 de septiembre, cuando en el Pleno del Congreso de los Diputados se convalidó el Real Decreto-Ley para mejorar las condiciones de las trabajadoras del hogar. La votación registró 344 votos favorables, tres abstenciones y ningún no. El hemiciclo se levantó entre aplausos. Y aunque bien está que sus señorías se aplaudan a sí mismas, y que los medios se hagan eco, aún escaso, del histórico momento, cabe preguntarse por las razones de una demora de más de una década en el reconocimiento, aunque sea parcial, del trabajo del que es sin duda el sector más precarizado de nuestro tejido laboral y productivo, y de la escasa atención que tiene su lucha en un país donde, según datos del Instituto Nacional de Estadística, más de un 14% de hogares declaran hacer uso de empleadas del hogar, un colectivo que suma más de 600.000 personas trabajadoras, el 28% del total europeo, solo por detrás de Italia.
La radiografía del sector es elocuente y refleja muchos de los problemas sistémicos de nuestra sociedad y del difícil reto que aún tenemos por delante para conseguir un reconocimiento pleno de los derechos de las trabajadoras del hogar. Mujer, joven e inmigrante, muchas veces en situación irregular, es la tríada mágica que explica la precarización y discriminación de quien se ocupa de aquello que más debiera importarnos: de nuestro hogar, pero también —y he aquí otro de los problemas— de nuestros mayores y menores, pues quien nos ayuda en el aseo del domicilio se suele encargar también de las imprescindibles tareas de cuidado que deberían acometer, entre otros colectivos, las trabajadoras de Ayuda a Domicilio, sector —este sí— regulado dentro del paraguas de la dependencia. Porque, si en España son las personas jóvenes, las mujeres y las personas migrantes quienes más difícil tienen acceder al mercado laboral en condiciones mínimas de dignidad, ¿cuán calamitoso será el acceso de las empleadas del hogar? La pregunta, por supuesto retórica, busca alertar sobre una situación que, pese a los pasos dados con la nueva regulación, dista mucho de ser justa o ideal. Precariedad, economía sumergida y vulneración de derechos es el reverso de la tríada. Pero déjenme que les dé algunos datos.
Alrededor del 40% del colectivo trabaja sin contrato, es decir, sin derechos reconocidos o cobertura formal de ningún tipo, y el 39,2% gana menos del salario mínimo interprofesional, trabajando, habitualmente, más horas de las regularizadas. Y aunque es cierto que ahora se racionalizan algunas situaciones insostenibles que la anterior regulación del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no se atrevió a tocar, también lo es que la nueva legislación ha sido forzada por una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que en febrero instó al Gobierno a modificar una normativa que calificó de “discriminatoria”, contraria al Derecho Comunitario y constituyente de “una discriminación indirecta por razón de sexo”. Pero vayamos al meollo del asunto. La nueva legislación acota, por fin, la vergonzosa figura del desestimiento, que permitía el despido directo, casi sin justificación, aplicándose desde ahora las causas de despido recogidas en el Estatuto de los Trabajadores, y añadiéndose algunas particulares a la idiosincrasia del sector, como la disminución de ingresos o el aumento de gastos sobrevenidos en el hogar, la pérdida de confianza justificada o la modificación sustancial de las necesidades del empleador. Se regula también la necesidad de un contrato escrito en todos los casos, cuando hasta ahora bastaba con uno verbal para relaciones laborales por debajo de las cuatro semanas, pero sobre todo, se garantiza de una vez por todas el acceso al subsidio por desempleo y a los pagos del Fondo de Garantía Salarial en caso de insolvencia del empleador. Hace pocos días, el 1 de octubre, se produjo por fin el paso de este esforzado Rubicón, pues desde esa fecha cotizan ya por desempleo las trabajadoras del hogar cuya relación laboral sea de al menos 60 horas mensuales. Por debajo de ese límite, tendrán que esperar al 1 de enero de 2023. En fin, dura lex, sed lex: la ley es dura, pero es la ley.
¿Dónde están, entonces, los ángulos ciegos de esta regulación? ¿Por qué nos cuesta tanto equiparar el trabajo doméstico al resto de ocupaciones laborales? La concepción de este trabajo como tradicionalmente gratuito y realizado por las mujeres de la casa para el bienestar familiar, así como la evidente insuficiencia del sistema público de cuidados propician, sin duda, su poca o nula consideración profesional. La inviolabilidad del domicilio, uno de los pilares de la protección jurídica de las libertades en democracia, hace, asimismo, casi inviables las labores que la Inspección de Trabajo sí realiza en otros sectores, propiciándose el abuso y la desprotección de las trabajadoras. Si le sumamos la situación de incertidumbre económica y las crisis encadenadas que han mermado la capacidad económica de los hogares españoles, el resultado es evidente. Tradición, machismo, incertidumbre económica, vulnerabilidad y dificultad para el control son los ingredientes de un cóctel de difícil digestión, pero no pueden justificar el constante atropello de unas mujeres que, aún hoy, siguen careciendo de un marco de negociación colectiva que les provea de un convenio justo que establezca un catálogo de tareas, defina los mínimos indispensables para la protección de su salud y reconozca sus enfermedades como laborales y no como accidentes comunes, estableciendo un sistema viable de supervisión por parte de la Inspección de Trabajo.
Porque si de veras vivimos, como se proclama desde partidos e instituciones, en un país envidiablemente democrático, moderno y decente, no hay excusa para mantener una situación que, aun con la nueva regulación, sigue siendo injusta, precaria y discriminatoria. La jornada por el Trabajo Decente del pasado 7 de octubre parece hecha a su medida, pues sus condiciones siguen por debajo del umbral de la mínima decencia. Es una responsabilidad que atañe a toda la ciudadanía, pero en especial a quienes tienen el deber de impulsar desde sus escaños los cambios imprescindibles para saldar, de una vez por todas, la deuda histórica que todas, todos, tenemos con ellas, con las que limpian en nuestros hogares, las que se ocupan de lo que nosotros no queremos, las que hacen nuestra vida mejor dejándose la suya por el camino.
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