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tribuna
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Fámulas, criadas, subalternas

Acabar con la deshumanización de las empleadas en trabajo doméstico exige, por encima de leyes y votaciones, un cambio de mentalidad social

Una empleada del hogar pasaba el aspirador en una de las casas en las que trabaja en Madrid.
Una empleada del hogar pasaba el aspirador en una de las casas en las que trabaja en Madrid.DAVID EXPÓSITO
Paco Cerdà

Las que barren. Seguramente compré el libro por esa frase preliminar de Magda Szabó. Dice: “El mundo se divide en dos clases de personas, los que barren y los que no”. Seguramente me acabó de convencer la retahíla de sinónimos que precedían al aforismo. Dicen: sirvienta, criada, doméstica, muchacha, maritornes, moza, chica, doncella, empleada de hogar, ayudanta, asistenta, menegilda, chacha, señora de compañía, aya. Y fámula. Esa la desconocía.

Fámulas. Así ha titulado Cristina Sánchez-Andrade un breve libro que nace de un impulso: dar voz a las empleadas del hogar que trabajan en España para romper el silencio —silencio de abusos, de desprecios, de sumisión— que las atenaza. Late en sus páginas otra voluntad: superar la idea clásica de que el subalterno no puede ser representado, porque ni habla ni podemos hablar por él. Y para ello la autora recoge, en crudo, su voz. Hablan estas empleadas del hogar de niños malcriados que les pegan, de maltrato psicológico continuado, de humillaciones tragadas, de explotaciones horarias, de dos años sin vacaciones, de maletas en la puerta, de guantes, cofia y “en esta casa mando yo”.

Dice Deybi Vanesa (Honduras): “Nadie habla aquí. Nadie habla. Ya le puede estar yendo de lo más bajo y agachan la cabeza, porque como le digo, aquí nosotras no valemos nada”. Dice María Fátima (Cabo Verde): “A veces yo tenía que poner la cara a un lado, porque me daban ganas de llorar. En total estuve 20 años. Y todos los días pensando que me quería ir”. Dice Rosario (Nicaragua): “Pasados dos meses de estar ahí, el señor quiso abusar de mí. Me encerró en una habitación”. Y todas esas voces expuestas en crudo reafirman una idea: vivimos en burbujas aisladas, paralelas. Somos desconocidos en mundos que apenas se cruzan. La España de las piscinas y la España del toldo verde. Pero en todas, como hormigas débiles y atomizadas, están ellas: las invisibles.

Los que votan. No es común. Ningún voto en contra. Todo el Congreso de los Diputados en pie, aplaudiendo y mirando hacia arriba, a la tribuna de invitados, a esa docena de chicas con vaqueros y sin protocolo. Mujeres jóvenes, sonrientes, muchas de ellas extranjeras. El Congreso ha ratificado un convenio de la Organización Internacional del Trabajo para proteger más a las empleadas del hogar. Más bien, para desprotegerlas menos. Para darles derecho a cobrar el paro y a percibir luego, cuando se agote el desempleo, ayudas sociales; darles derecho a descansos y vacaciones como al resto de trabajadores; a cobrar por lo menos una vez al mes; a no ser despedidas sin motivo ni indemnización. Más de medio millón de mujeres —unas 200.000 en negro— todavía continúan así en España. En la prehistoria de los derechos laborales. Son las personas que cuidan niños, que arreglan casas y que atienden ancianos. El patio trasero de la sociedad: porque no se ve, porque sin ellas nada marcharía. Ellas, las fámulas, siguen discriminadas. Han estado siempre en las casas de los que deciden. De los que mandan —también ahora en las casas de cualquiera, es verdad—. Los que podían cambiar las cosas tenían cerca una injusticia cotidiana. Pero ellas seguían discriminadas. Y sin voz. En la fragilidad a la que aboca la subalternidad. Y agachando la cabeza, como dice Deybi Vanesa. Porque si hay un trabajito, como ella dice, hay que cuidarlo. Y ahí la dignidad es un lujo. Solo queda esconder la cara y llorar.

Los que emplean. Seguramente me interesó el libro por el punto de partida. Frank Victor Dawes, periodista de la BBC e hijo de una criada, puso un anuncio en The Daily Telegraph. Pedía a empleados y patrones del servicio doméstico de Inglaterra que le enviaran cartas con sus vivencias. Recibió más de 700.

Nunca delante de los criados. Así se titula este ensayo que reconstruye la vida de la servidumbre victoriana. La base de todo el relato es cómo se tuvo al personal doméstico por seres humanos de segunda. Cómo se les pedía que fueran lo menos humanos posible. No sonrían, no escuchen, no hablen. Parézcanse a muebles. Y lo más triste: cómo gran parte de los criados asumían sin ninguna amargura que otros nacían para mandar y ellos, para servir. Desviación existencial, lo llamaba Frantz Fanon: vivir alienados en la explotación. Oh, Señor, mantennos en nuestro lugar, decía la oración matutina que rezaban los sirvientes. Era un tiempo de campanillas, pulsadores y cordones, de sombrías buhardillas con cama de hierro y de comedores en el sótano con una férrea jerarquía del mundo de abajo. Sin duda, aquel tiempo ya pasó. Pero es posible que hasta hoy haya llegado un poso victoriano: despojar de su completa humanidad a las empleadas del hogar y verlas como una mezcla perfeccionada de Roomba y Alexa al servicio del empleador. Así, sin sentimientos, las veían en el siglo XIX para poder tolerar el abuso sin mala conciencia. Acabar con esa deshumanización supera leyes y votaciones. Exige un trabajo que no se puede descargar en fámulas, criadas o subalternas: un cambio de mentalidad social.

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