Tú también eres ‘workaholic’
El trabajo nos tiene presos, y, para que el cautiverio sea más llevadero, hemos hecho de la actividad profesional nuestra única razón de ser
Hace unos días, disfruté de Un nuevo mundo, la última película de Stéphane Brizé. Su planteamiento es sencillo: un ejecutivo que no para de trabajar entra en crisis cuando su mujer, que se siente abandonada, decide divorciarse.
El filme, loable, pone sobre el tapete la amenaza que pueden suponer las exigencias laborales para la vida privada. Sin embargo, cuando terminé el visionado, tuve la sensación de que su crítica se quedaba corta. Porque últimamente no es que tengamos que defender nuestra vida frente al trabajo, sino más bien parece que eso a lo que llamábamos “vida” esté en vías de extinción. Andamos todos ocupadísimos, busy, que decían los ingleses hace ya muchas décadas, y les hemos calcado la expresión y el modo de vida, me temo.
Esta patológica dedicación al trabajo era, hasta hace relativamente poco, cosa de aquellos que más ganaban. Los profesionales de alto rango, como el de la película de Brizé, tendían a trabajar en exceso hasta poner en riesgo su propia salud, bien por las exigencias de sus puestos o bien porque sus horas laborales valen más y perciben el ocio como una pérdida de tiempo, tal y como propuso el fallecido Nobel de Economía, Gary Becker.
Ahora esta tendencia parece haberse impuesto también en las clases medias —en lo que queda de ellas— y en las bajas. ¿Por qué? Hay razones objetivas, por supuesto. No podemos soslayar, por ejemplo, la pérdida del nivel adquisitivo. En España, sin ir más lejos, a pesar de que el salario medio alcanzó en 2021 su máximo histórico, nuestro poder de compra es un 3,1% inferior al de hace 14 años.
Por otro lado, sabemos que ocupamos el segundo puesto de la Unión Europea —por encima únicamente de Rumania— en trabajadores pobres, es decir, aquellos que, a pesar de estar en activo, no llegan a fin de mes. Mal dato al que se suma el del aumento de personas bajo el umbral de la pobreza en nuestro país que, según el INE, ha pasado del 20,4% de 2009 —que ya era muy malo y nos situaba a la cola de la UE, solo por delante de Bulgaria, Rumania, Estonia, Letonia y Lituania—, hasta el 21,7% de 2021, acercándonos peligrosamente al 22,3% de 2016.
Esta precarización general del empleo, de la que tampoco se libra el resto de países, explicaría que muchas personas se vean obligadas a hacer horas extra o a trabajar en actividades secundarias para poder completar sus ingresos.
Es la tormenta perfecta: no solo somos más pobres, sino que además nos pasamos el día en nuestros empleos oficiales, quien lo tiene, y luego en los otros. Con este panorama no es sorprendente que en las reuniones informales, cuando se dan, únicamente se hable de cuestiones laborales.
En 2017, Remedios Zafra exponía en El entusiasmo los pormenores de este problema en el sector de la cultura, en el que no solo las condiciones son precarias, sino que la actividad profesional se habría convertido en única fuente de identidad. Esto llevaría, incluso, a pagar por trabajar. El libro de Zafra fue revelador, pero aún más lo fue observar cómo, para los amigos y conocidos del entorno cultural, la lectura del ensayo, escrito me parece con la intención de alertar sobre lo disparatado de este sacrificio, no sirvió de revulsivo, sino que casi nos mostrábamos más dispuestos a consumirnos en nuestros cada vez peor pagados y más inestables empleos.
¿Por qué no podemos liberarnos? Como propone Zafra, las condiciones materiales, aunque acuciantes, no son lo único que nos determina. Byung-Chul Han lo explica maravillosamente en La desaparición de los rituales. La presión por la producción y el rendimiento en la sociedad tardocapitalista colonizan toda la existencia, incluida la esfera simbólica y nuestra interioridad. El sujeto neoliberal —es decir, nosotros— dominado por la libido del rendimiento, que es la libido del yo, no desea sino rendir más para que su ego aumente, en una peligrosa espiral narcisista. “Se explota voluntaria y apasionadamente a sí mismo, hasta quedar destrozado. Se mata a optimizarse”, subraya el surcoreano.
Seríamos víctimas entonces de un raro síndrome de Estocolmo. El trabajo nos tiene presos, y, para que el cautiverio sea más llevadero, hemos hecho de la actividad profesional nuestra única razón de ser. Somos todos workaholics, lo sepamos o no.
Por eso, la película de Brizé se quedaba corta. En ella, aunque arrinconada, aún se atisba la presencia de algo que podemos llamar “vida”. Nuestra actual condición está más fielmente plasmada en la novela Interior cero, de la escritora Lavinia Braniște, que les recomiendo. Su propuesta la resume bien su cita de entrada, un mensaje enviado a la autora por el poeta Vasile Leac: “No es que sea un entusiasta del trabajo, lo que pasa es que los de mi equipo son unas máquinas de currar y tampoco es plan de desentonar, así que por ahora he adelgazado ocho kilos. (…) ¿Será que no nos enteramos de qué va la vida, Lavi?”.
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