Autocrítica en la feria de Fráncfort
A veces, la representación de quiénes somos, que se infiere de nuestros libros, difiere de la que proyectamos en público, con el denominador común del deseo de complacer a la clientela
En el escenario turquesa de la feria de Fráncfort, Kiko Amat gesticula con el cuerpo y la indumentaria. Dice que habla deprisa en los actos públicos, como ametralladora, a causa de su extracción social. Él no puede tomarse su tiempo ni paladear sus palabras, porque ignora si la buena posición de la que disfruta en ese instante durará mucho. El estilo sobrio de Annie Ernaux es un modo de no traicionar a su clase. Otros escritores no se sienten incómodos ocupando la silla ni sufren ese síndrome de la impostora que atenaza a las mujeres cuando nos preguntamos qué hago yo aquí, pedimos perdón cada cinco minutos, nos sentimos honradas y aún no podemos entender cómo nos han hecho hueco. Nuestra fisiología rechaza los honores y, aunque se esfuerza en no achicarse, se te seca la boca: alguien se fijará en tus calcetines y descubrirá que no vistes adecuadamente para la ocasión y te afeará un exceso de seguridad que no se corresponde con la enjundia de tus obras. Lo de los calcetines o el ir despeinada son desaliños indumentarios que también pueden censurárseles a los hombres a no ser que se llamen Donald Trump. Si un orador no proviene de Eaton o del colegio del Pilar, quizá se ponga traje para hablar en público para darse la prestancia de la que carece por pedigrí. Puntualidad y brevedad en el uso de la palabra también son marca de clase y género. Hay quien no quiere abusar del tiempo de nadie. Hablar sin haber preparado nada indica que posees un discurso propio que coincide exactamente con lo que quieren oír quienes te escuchan. En esa naturalidad hay oficio, pero también desenvoltura para acuñar una marca.
Las escritoras no nacidas entre algodones, como Andrea Abreu, valoran los oficios físicos: haber sido dependienta de ropa interior o camarera. Hay que ser modesta para que nadie clame “qué se habrá creído la niña”. La niña es una mujer que ha escrito un libro estupendo, pero ha de mostrar una humildad que ilustra el significado de la cultura, del ser mujer y del ser mujer de la cultura en nuestra sociedad. También tenemos tics vergonzosos: yo digo “la literatura se metaboliza” en los tiempos de las colas del hambre. Digo lo que creo, pero la realidad es tan brutal que siento pudor por esa dimensión nutricia de la cultura ante la carestía de leche o coles de Bruselas. Acaso pan y rosas sean incompatibles. A veces, la representación de quiénes somos, que se infiere de la lectura de nuestros libros ―no solo los autobiográficos―, difiere de la que proyectamos en público. Se percibe un denominador común: el deseo de complacer a la clientela. El ingenio humilde es comercial. También la mascarita bohemia o el semiseco lado salvaje. Frente a la vertiginosa radioactividad de Amat en el escenario azul, justo en el corazón de ese jardín europeo abonado por cadáveres y por el sudor de la emigración turca o subsahariana, se sitúa la palaciega lentitud ultraliberal, superior, acomodada, de esa gente a la que le gusta oírse, e incluso puede cometer fallos sintácticos, sin sentir miedo ni incertidumbre: en ese encuentro por la cultura en libertad, organizado por la Cátedra Vargas Llosa, quien tomase la palabra sabría que le corresponde por derecho y nadie se la quitará jamás. Amenizan Los del Río.
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