40 años después de un tal González
La política solo puede comprenderse bien desde la mirada histórica, pero debe seguir ejerciéndose hacia el futuro en la más absoluta incertidumbre
En 2009, Javier Cercas publicó Anatomía de un instante, una crónica novelada del intento de golpe de Estado de 1981 en la que reivindicaba la colosal tarea política de Adolfo Suárez en la Transición. Ahora, en vísperas del cuadragésimo aniversario de la victoria del PSOE en las elecciones de 1982, Sergio del Molino publica Un tal González, una excelente biografía novelada de Felipe González en la que repasa “el logro histórico […] descomunal, inverosímil y milagroso” de la transformación de España durante el primer periodo de gobierno socialista.
La historia de González, como la de Juan Carlos I —aunque en un nivel mucho menor—, ha ido envejeciendo mal ante la opinión pública. Su participación en el consejo de administración de Gas Natural, su amistad con algunos millonarios latinoamericanos y su oposición a cualquier entendimiento del PSOE con los partidos a su izquierda —incluyendo su supuesto apoyo al derrocamiento de Pedro Sánchez en 2016— han determinado la imagen que tienen de él las generaciones que no lo conocieron en activo.
Pero incluso a pesar de eso, y a pesar de las sombras de la corrupción y del terrorismo de Estado que enturbiaron el final de su mandato, Felipe González conserva el crédito intocable de la historia. La izquierda y la derecha le reconocen hoy la implantación del Estado de bienestar, la democratización del Ejército, el ingreso en Europa (en todos los sentidos), la revolución de las infraestructuras nacionales, la modernización económica del país y el avance en derechos ciudadanos. A la España de 1996 no la conocía “ni la madre que la parió”, en expresión de Alfonso Guerra.
A mí, que crecí con González, que voté por primera vez en las elecciones de 1982, que pertenezco a una familia humilde del barrio madrileño de Usera, que viajaba en un Seat 600 cada año a la costa levantina para las vacaciones y que además un buen día descubrí que era homosexual, me cuesta a veces recordar bien cómo era esa España avergonzada de sí misma, apostólica, pobre, medio analfabeta, llena de baches en las carreteras y agarrotadamente machista.
Esa bendita mala memoria, compartida por casi toda mi generación y las generaciones anteriores, es aprovechada por la ultraderecha para idealizar la España franquista y por buena parte de la izquierda purísima para seguir diciendo que la Transición fue solo un acto de gatopardismo. Tal vez los herederos entonces del franquismo querían que todo cambiara para que todo siguiera igual, pero lo cierto es que después de dos décadas casi nada siguió igual.
El 28 de octubre de 1982, el día de las elecciones que ganó González, era jueves. El miércoles, la Universidad Complutense, en la que yo estudiaba, amaneció plagada de panfletos que anunciaban que si los socialistas ganaban se confiscarían todas las propiedades privadas, incluyendo las casas de las familias. Entonces no existía Twitter, pero la calumnia política y la mentira goebbelsiana ya se usaban. González llegó al Gobierno entre mentiras y salió del Gobierno gracias entre otras cosas al sindicato del crimen de periodistas —la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI)—, del que Sergio del Molino habla sin reparos en su novela. Es decir, las cosas no cambian tanto como nos parece, o no cambian al menos a peor.
¿Son peores los políticos actuales que aquellos de los años ochenta que transformaron España de arriba abajo? Es un lugar común repetir que sí, pero quizá sea justo lo contrario. Aquellos “tuvieron que fingirse más adultos y experimentados de lo que eran”, como dice Del Molino; inventar la política española. Los que han venido detrás han aprovechado ya sus enseñanzas, aunque hayan conservado sus vicios.
En 1982 yo no tenía ningún propósito de intervenir activamente en política, pero tres décadas después empecé a hacerlo, por azar, y casi todas las personas que he encontrado en ella son gente buena y buena gente. Profesionales capacitados y lúcidos. Personas con un grado de idealismo y de entusiasmo que solo existe en ciertos espacios de la sociedad, como la educación.
La idea del político parásito, mentiroso, corrupto y vago únicamente se sostiene porque la política es la única profesión en la que el futuro de cada uno depende del descrédito de sus colegas. Los abogados hablan bien de los abogados, los arquitectos de los arquitectos e incluso los escritores de los escritores, pero muchos políticos dedican buena parte de su tiempo a denigrar públicamente a los políticos.
Lo que sin duda ha empeorado en estos años es la pasión política de la sociedad española, que pasó del éxtasis al desencanto en muy poco tiempo. La política fue en 1977 una especie de piedra filosofal y se acabó convirtiendo en el chivo expiatorio de todas nuestras carencias: las cosas que van mal son siempre culpa de los gobiernos, no de los ciudadanos.
Solo les reconocemos los merecimientos a los políticos muertos —Alfredo Pérez Rubalcaba es un caso ejemplar— o a los que, como González, forman parte de un pasado ya cerrado. “La vida solo puede ser entendida mirando hacia atrás, pero tiene que ser vivida hacia delante”, dice el célebre aforismo de Søren Kierkegaard. La política, más aún, solo puede comprenderse bien desde la mirada histórica, pero debe seguir ejerciéndose hacia el futuro en la más absoluta incertidumbre. Por eso es necesario recordar a cada momento que en la antipolítica nunca hay soluciones, sino fracasos anticipados.
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