Acerca del sensacionalismo
El pasado mes de abril, el director de un diario de Madrid entrevistaba al presidente del Gobierno español en una televisión privada. "Dígame concretamente si está usted dispuesto a encabezar un Gobierno con Izquierda Unida" -coalición en torno al Partido Comunista de España-. "Pero responda escuetamente sí o no, señor presidente". "¡No!", dijo enfático Felipe González, que encabeza la candidatura socialista en las próximas elecciones legislativas del 6 de junio. Al día siguiente, el diario en cuestión titulaba así su primera página: "Felipe González se desenmascara: está dispuesto a gobernar con los comunistas". Para llevar a cabo este ejercicio de manipulación, la Redacción del diario se basaba en que el presidente dijo que una cosa era sentarse a la mesa del Gobierno con los disidentes de la coalición y otra con su principal candidato, el secretario general del partido comunista, respecto al que expresó un rechazo absoluto.La actual campaña electoral española es pródiga en anécdotas como la que relatamos, que ponen de relieve cómo las técnicas del sensacionalismo, propias de la prensa, amarilla, encuentran acomodo en algunos de los diarios que compiten en el mercado de la prensa de calidad. La afiliación o tendencia política de sus directores, cuando no su connivencia con las campañas de relaciones públicas sufragadas por algunos partidos, o simples agravios personales que han herido la sensibilidad de los periodistas, son el motivo de que algunos de los más importantes diarios de Madrid se hayan prestado a ese juego. Éste es además reiterado, por los propios directores y columnistas de los diarios, en un par de emisoras de radio a las que acuden con asiduidad a fin de lograr así una caja de resonancia para sus opiniones y actitudes. Nada habría que objetar si, como digo, éstas no se basaran muchas veces en una deformación grosera de la realidad y en un desprecio absoluto hacia los derechos del lector. Lo sucedido estos días en España, en donde una veintena de periodistas constituyen un verdadero sindicato de intereses -algunos lo llaman en privado el sindicato del crimen- dedicado en ocasiones a extorsionar empresas, sometido en otras al dictado de quienes le pagan y esclavos siempre de su vanidad y sus rencores, no es un tema fútil. Pone de relieve que las amenazas contra la libertad de expresión nacen en no pocas ocasiones en el seno de la propia profesión periodística, cuando abusa de esa libertad, prostituyéndola. El levantamiento del baluarte de tan sagrada palabra como paraguas de sus insidias o respuesta a los sectores sociales preocupados por el sensacionalismo manipulador de que hacen gala es, además, recurrente. Sabedores de la sensibilidad de los ciudadanos ante los intentos permanentes de los Gobiernos y otros poderes para hacer callar a la prensa, se amparan en esa inevitable conducta a fin de justificar sus excesos y tropelías. Periodistas que abiertamente someten su información a los intereses publicitarios de las firmas que los sufragan, que cobran impuesto revolucionario por no difamar o criticar a políticos o empresas determinadas, se erigen luego ante el público en el símbolo de la pureza y el azote de los corruptos. De modo que el debate sobre cuestión tan importante para el futuro de nuestra profesión se halla trufado de trucos, hasta el punto de que es imposible llevar a cabo un diálogo sereno y útil o una investigación objetiva sobre el tema.
Actitudes como éstas, o semejantes, no son difíciles de encontrar en muchos otros países. Quizá la peculiaridad española resida en que en mi país tienen lugar en periódicos que formal y aparentemente no pertenecen al género popular o de escándalo, aunque un seguimiento somero de ellos descubre enseguida el escaso rigor y la nula credibilidad que son capaces de concitar en tomo suyo. Hace un par de años, la empresa Axel Springer intentó llevar adelante una experiencia de prensa de boulevard en España. Más de cien millones de dólares se perdieron en el empeño, que no consiguió sacar a flote el diario Claro. La razón del fracaso parece evidente: en cinco meses de existencia un periódico que nacía con la vocación del escándalo no pudo alumbrar ni uno solo pequeñito. Mientras tanto, publicaciones con solera y con una herencia de respetabilidad, mentían y difamaban a diario, con la única y confesada intención de aumentar sus ventas.
Sé que algunos pueden creer que esto que digo se debe, al menos en parte, a las inevitables reyertas entre periodistas y editores de periódicos y que mi juicio debe ser tamizado a la luz de estas circunstancias. Pero créanme si les aseguro que es imposible encontrar en ningún otro país democrático una mezcla tan sórdida y lamentable entre la prensa popular y la de calidad como la que hacen dos o tres títulos de Madrid. Por lo demás, es curioso que la situación se circunscriba exclusivamente a la capital, mientras que existe una veintena de periódicos provinciales o regionales fuertes y prósperos, cuya respetabilidad es elogiada, su credibilidad reconocida y sus cuentas de resultados abultadas.
Los periodistas, acostumbrados a mirar a la prensa como un contrapoder, deberíamos reflexionar un poco sobre el daño que causamos a veces a la libertad de expresión con nuestra arrogancia y nuestra ignorancia. Balzac, en su célebre opúsculo sobre la prensa de París, llegó a escribir: "Se matará a la prensa como se mata a los pueblos: dándoles la libertad". Historias como las de Henrich Böll y el calvario a que se vio sometido por ejercer la libertad de crítica contra un determinado periódico de su país no han bastado en Occidente para que los diarios y revistas, las emisoras de radio y televisión, hayan sabido dotarse de los instrumentos de control que garanticen la honestidad de sus informaciones y la independencia de las mismas. Las columnas de los diarios se utilizan en ocasiones como puñales que asesinan famas, conciencias, carreras y vidas privadas sin otra justificación, a veces, que la propia emulación personal del periodista sus rencores o venganzas, aunque la historia no encierre ejemplaridad social, no tenga consecuencias para la comunidad y no resulte esclarecedora de nada que no sea las propias ínfulas del informador.
En los países latinos, y muy notablemente en el mío, la tendencia a ignorar la presunción de inocencia que la Constitución garantiza a las personas, en el caso de que se vean sometidas a instrucción judicial, convierte la actividad de los tribunales en algo muchas veces inútil. Las gentes son acusadas, condenadas o -rara vez- absueltas por los diarios sin que tengan la opción de expresarse, sin garantías, sin defensa, sin otra alternativa que la de cruzar los dedos y aguardar que la ignorancia del columnista de turno, o su facundia, no sea total.
Como resultado de estas práctica, disminuye la credibilidad en la prensa, también su aceptación social, como una institución de incalculable valor para la democracia, y su papel legitimador de la protesta contra las injusticias y abusos del poder.
La crisis visible en organismos como los consejos de prensa, el rechazo a códigos deontológicos o de comportamiento por parte de muchos periodistas, la ausencia de sistemas de autocontrol, son el mejor pretexto y la más preciada oportunidad para que los Gobiernos intenten establecer legislaciones represivas. Así sucedió en el Reino Unido y así sucede en España, donde una propuesta de revisión del Código Penal trata de ampliar el ya amplio espectro de medidas legales que limitan el ejercicio de la libertad de expresión. La utilización del sensacionalismo, cada día más evidente en programas de televisión y radio, despeñados por el abismo del reality show, alimenta las justificaciones de quienes, al amparo de esa legislación represiva y de la defensa del derecho de los individuos a la intimidad y a la imagen, pretenden establecer sistemas vergonzantes de censura. Pero los editores y directores de periódicos no podremos luchar eficazmente contra eso mientras podamos avergonzarnos de nuestro comportamiento y no nos esforcemos en la creación de organismos que favorezcan el ejercicio de la responsabilidad de los periodistas. Para nuestra desgracia, hoy por hoy, puede decirse que entre las numerosas asechanzas que se yerguen contra la libertad no es la menor la que algunos de nuestros colegas se empeñan en mantener. Pero la independencia de los periódicos debe ser defendida también de los abusos de quienes los hacen, de sus miserias, sus torpezas, sus corrupciones e incluso sus delitos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.