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Tribuna
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Qué difícil es ser negacionista

El reto del cambio climático es tal que necesitamos del mejor conocimiento disponible. Bienvenidas sean las críticas si obligan a revisar cada conclusión. Pero quienes las hagan deben ser conscientes de todas las evidencias acumuladas y huir de cualquier frivolidad

Qué difícil es ser negacionista. Cristina Monge
SR. GARCÍA
Cristina Monge

La lectura de la última columna de Fernando Savater, titulada Negacionistas, me llevó a pensar que hacen bien los intelectuales y analistas en cuestionar los consensos sociales y científicos. ¿Cuál, si no, es su razón de ser? Por mucho que en España en junio, julio y agosto las olas de calor se hayan extendido durante 42 días —siete veces más que el promedio calculado entre 1980 y 2010—, que la superficie quemada por incendios de sexta generación relacionados con el cambio climático superase ya a mediados de agosto la suma de la calcinada en los cuatro años anteriores juntos, o que la sequía esté desecando humedales, vaciando acuíferos, arruinando cosechas y dejando a poblaciones sin agua para beber siquiera, pese a todo ello, es importante pensar más allá de las evidencias y hacerlo con espíritu crítico.

La dificultad estriba en hacerlo con el rigor suficiente para que el conocimiento avance, dado que en la comunidad científica este es un debate prácticamente zanjado después de 50 años acumulando evidencias y discutiendo resultados. De lo contrario se corre el peligro de caer en la frivolidad. Algo de esto está pasando con algunos ilustres pensadores que, o bien por desconocimiento de la materia o por necesitar de eso que Bourdieu llamó la distinción, defienden una posición diferente a lo que el consenso científico avala, en especial en lo referente al cambio climático.

El primer problema que tienen hoy los negacionistas del cambio climático es encontrar autores de referencia y prestigio en quienes apoyar su argumentación. Como no abundan, a menudo tienen que recurrir a expertos con escasa o nula autoridad científica, a los que dibujan como los auténticos sabios independientes que se atreven a desvelar las verdades que nadie dice. Esto es lo que ha ocurrido, sin ir más lejos, con Steven E. Koonin, al que Savater alude como autoridad en la materia. Exdirector científico de la petrolera BP y colaborador de Obama —con escaso éxito si se observan las políticas del expresidente— , su último libro, Unsettled?, se ha convertido en referencia de trumpistas, a la par que ha sido ampliamente criticado por destacados científicos, que lo acusan de carecer del rigor necesario.

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Otra de las dificultades de los negacionistas es articular su crítica con datos sin confundir conceptos básicos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se señala un momento pasado con temperaturas muy altas como supuesta prueba de que no existe un progresivo calentamiento. Que se diga, sin mostrar registro alguno, que en San Sebastián en 1947 un día llegaron a los 53 grados no significa nada. En primer lugar, porque los registros más altos de la Aemet para toda España muestran un récord de 47,6º el 14 de agosto de 2021 en La Rambla (Córdoba) y para San Sebastián de 39,7º en la estación de Igeldo y 42,7º en la de Hondarribia, ambos este verano. Y, en segundo lugar, porque, aunque un día se hubieran dado registros en Miraconcha de 53 grados, eso sería un episodio aislado sin más trascendencia.

Como toda disciplina, la ciencia del clima trabaja con conceptos precisos, como la diferencia entre “tiempo” y “clima”. Mientras que el “tiempo” hace referencia a las condiciones meteorológicas de un momento dado, el “clima” alude a su evolución temporal mediante la utilización de decenas de millones de datos estadísticos obtenidos desde hace décadas, procedentes de miles de centros de observación y seguimiento en continentes, mares, polos y atmósfera. Es esto último lo que está cambiando a marchas forzadas y con ello llegan toda una serie de efectos encadenados, como muestra el informe de un grupo de científicos encabezados por David I. Armstrong y recientemente publicado en Science (tras sus correspondientes revisiones por expertos de la disciplina), en el que se advierte de que estamos cerca de sobrepasar puntos de inflexión climática como el colapso de la capa de hielo en Groenlandia y la Antártida Occidental, la pérdida del permafrost, la muerte masiva de los corales tropicales y el colapso de las corrientes en el mar de Labrador.

No es fácil tampoco para los negacionistas ni los escépticos entender cómo hacer prospectiva con fenómenos complejos trabajando con escenarios y probabilidades. El estudio de lo ocurrido ha permitido a centenares de científicos constatar que el calentamiento global se está acelerando, con un incremento ya de 1,1º de media en el planeta, más de 2º en Europa y 1,7º en España. Cuando la ciencia del clima tiene que proyectar lo que puede pasar en el futuro, tiene que trabajar sobre rangos de incertidumbre; de ahí los escenarios. No obstante, los modelos que se elaboraron hace 40 y 50 años fueron considerablemente certeros, y en ocasiones incluso se quedaron cortos.

Tras años de estudio, la conclusión clara y contundente de alrededor del 97% de la comunidad científica —este consenso hoy rotundo no siempre fue así— es el reconocimiento “inequívoco”, en palabras del IPCC, de que la humanidad “ha calentado la atmósfera, el océano y la tierra”. Y añade, por vez primera, de forma tajante: “El cambio climático inducido por el hombre ya está afectando a muchos fenómenos meteorológicos y climáticos extremos en todas las regiones del mundo. La evidencia de los cambios observados en extremos como olas de calor, fuertes precipitaciones, sequías y ciclones tropicales, y, en particular, su atribución a la influencia humana se ha fortalecido desde el AR5 [el informe de 2013]”.

Las dificultades de los negacionistas crecen cuando se trata de considerar las repercusiones económicas, sociales y políticas del cambio climático, que también las hay. Como es sabido, además de por sentido común por informes de los más variados organismos internacionales, ONG e institutos de análisis económico, los países más pobres, que son los que menos han contribuido al cambio climático, son también quienes menos recursos tienen para hacerle frente y más dependientes son del medio natural, lo que les hace sufrir las consecuencias de forma más cruda. Pero incluso en el industrializado y confortable Occidente no tienen los mismos instrumentos para afrontar las temperaturas extremas quienes viven en casas con buenos aislamientos y pueden encender sin más preocupación el aire acondicionado o la calefacción que los cuatro millones y medio de personas que se calcula que viven en pobreza energética en España. ¿Qué hacer ante un fenómeno de esta magnitud? Se puede optar por dejar que el mercado resuelva, se puede elegir plantear políticas de decrecimiento o diseñar estrategias de transición justa. Se puede y se debe —¡ya urge!— debatir todas las opciones posibles, salvo una: decir que ya nos adaptaremos a lo que venga sin describir cómo evitar el desastre, la injusticia y el incremento de desigualdad que el cambio climático lleva aparejado. Hoy hay evidencia suficiente para constatar que ese fenómeno producido por el modelo de desarrollo vigente lo cambia todo, compromete las condiciones biofísicas en las que se desenvuelve la vida en el planeta y acarrea pobreza e injusticia, a la par que tensiona a las sociedades y pone en jaque algunos de los elementos básicos de las democracias liberales.

El reto que supone hacer frente al cambio climático es de tal magnitud que necesitamos de los mejores conocimientos disponibles de todas las disciplinas trabajando juntas. Bienvenidas sean las críticas y los cuestionamientos si obligan a considerar cada uno de los consensos, a matizar cada afirmación y a revisar cada conclusión con el objetivo de mejorar el conocimiento y su tratamiento. Ahora bien, necesitamos que quienes lo hagan sean conscientes de todas las evidencias ya acumuladas, a partir del mínimo conocimiento exigible, el máximo rigor y, sobre todo, huyendo de cualquier atisbo de frivolidad.

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Sobre la firma

Cristina Monge
Imparte clases de sociología en la Universidad de Zaragoza e investiga los retos de la calidad de la democracia y la gobernanza para la transición ecológica. Analista política en EL PAÍS, es autora, entre otros, de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad y co-editora de la colección “Más cultura política, más democracia”.

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