Lecciones del verano del fin de la temeridad
Este estío abrasador nos ha forzado a tomar conciencia de los profundos cambios, personales y colectivos, que exigirá desde ya la lucha contra el colapso climático
En este largo verano, dos cosas cambiaron nuestra vida quizás para siempre, incluido el modo en que hacemos política: la crisis del clima y los sangrientos caprichos de Vladímir Putin. El calor abrumador nos ha forzado a desarrollar una conciencia algo alejada del relato del progreso, y a reubicarnos en un planeta que compartimos con otras criaturas, donde saber relacionarnos va a ser una cuestión de vida o muerte. Los optimistas dicen que desaparece al fin la brecha entre élites ecologistas y conciencia popular. Veremos, pero al otro lado el dilema de Putin también nos habla de precariedad, de la urgencia de la política para anticiparse y trabajar con escenarios diversos. ¿Podremos hacerlo sin caer en el pánico de la incertidumbre, en la melancolía de un mundo experimentado solo desde la pérdida? Vivimos íntimamente las amenazas vinculadas al cambio climático, a las pandemias, y sentimos, queramos o no, las incertidumbres geopolíticas. Forma parte del corazón de nuestras preocupaciones cotidianas. Nos concierne y nos afecta.
Nada de ello es ajeno a nuestro país. España ha vivido también su particular versión del último verano, el verano del fin de la temeridad. Para explicarnos esta sacudida casi violenta, el diario Le Monde utilizaba el Camino de Santiago, donde peregrinos y senderistas se sorprendían ante las transformaciones del paisaje. Quienes lo contaban, creyentes o no, habían recorrido parte del camino y lo explicaban como si hubieran sentido una bofetada, casi una revelación mística. Lentejas tostadas por el sol, falta de hierba fresca para el ganado, riachuelos moribundos invadidos por hojas muertas. A su lado, las tensiones por el precio del petróleo y el gas provocadas por la guerra son apenas un anticipo de los muchos cambios profundos, personales y colectivos, que exigirá desde ya la lucha contra el calentamiento global.
El real decreto con medidas urgentes para el ahorro energético aprobado el 22 de agosto adelantó el arranque del curso político, condensando en sí mismo todas estas crisis y proponiendo que reconsideremos nuestras vidas individuales y colectivas, que hagamos un esfuerzo en el consumo ante las turbulencias de la guerra en Ucrania. Es una especie de aterrizaje made in Spain de lo que será nuestra política cotidiana en este cambio de era o Zeitenwende, como propugna para el continente Olaf Scholz. Pero el Gobierno es frágil e insiste en actuar en solitario, sin diálogo o siquiera habiendo escuchado a sus aliados parlamentarios, no digamos a la oposición o las comunidades autónomas. Hay riesgo de endurecimiento en una oposición henchida por la ventaja de casi nueve puntos en las encuestas; de nuevo, la colonización de la política por la lógica electoral, a 14 meses de la previsible convocatoria para las generales. Todos los actores políticos sacan ya su munición, voluntariosamente ciegos a las necesidades imperiosas de un tiempo, este, donde debería declinar la dinámica competitiva y ensayarse otras formas de hacer política, basada en el acuerdo sobre los grandes temas de Estado. Nuestros principales desafíos conciernen a la política energética y climática, a las medidas sociales para afrontar los crecientes costos de la energía y la inflación, a la renovación perentoria de unas instituciones brutalizadas por una instrumentalización partidista que ha acabado por vaciar de sustancia su vocación de servicio público. Lamentablemente, los comicios regionales y locales de la próxima primavera desvanecen cualquier esperanza de entendimiento entre Gobierno y oposición. No aprendemos.
El otoño será caliente: los sindicatos preparan movilizaciones para exigir una subida salarial general que contenga la inflación. España no es distinta a sus vecinos: en la catedral de Mánchester, los sindicatos hablan de huelga y celebran mítines bajo el lema “¡Ya basta!” mientras llega la noticia de una nueva subida de la electricidad, un 80% para el 1 de octubre. En Francia, las organizaciones de trabajadores anuncian movilizaciones mientras el presidente Macron declara el “fin de la abundancia”. El secretario general de la Confederación General del Trabajo le respondía que, para muchos franceses, “los sacrificios ya estaban ahí”. Si el populismo aparece cuando nuestros representantes tradicionales fallan al canalizar la representación, al menos celebremos que, de momento, no sean los chalecos amarillos o cualquier otra multitud electrizada por la desesperación quienes destapen un malestar que, de otra forma, sería mucho más difícil de descifrar. Debemos darle rostro a la protesta. Y aun así, el momento es delicado. ¿Cómo conjugar el buen gobierno con el electoralismo que moverá a los jugadores a ponerse y quitarse el sombrero de candidato o cargo institucional según convenga?
Los frentes energético y climático, junto a la inevitable agenda social e internacional, darán a España, paradójicamente, una especie de superpoder temporal cuando ostente la presidencia rotatoria del Consejo Europeo en el segundo semestre de 2023. España puede aprovecharse de un momento formidable para asentar su liderazgo europeo, ahora que Italia se borra de golpe de la ecuación. Sánchez, como ya hizo Macron en su momento, intentará sacarle rendimiento a la presidencia, también electoral. En cuanto a los vértices energético, climático y social, haría bien el Gobierno en abordarlos desde la pedagogía de la crisis y la sensibilidad social. Nada volverá a ser como antes y necesitamos encontrar entre todos un lenguaje político para decirlo. Francia habla de “sobriedad”, intentando reconectar a la ciudadanía con el ahorro energético y los cambios de vida que trae el cambio climático. Pero el discurso sobre las consecuencias para el planeta debe ser paralelo al enfoque sobre la desigualdad. Hay una derecha conservadora cada vez más colonizada por la marginalidad de sus extremos, y pondrá reticencias a esa narración política compartida. Da igual: las apuestas políticas europeas se articulan ya fuera de las concepciones tradicionales sobre el mercado, la libertad económica, la racionalización de los procesos productivos y el progreso mismo; es decir, todo lo que produce el colapso climático. Esa es la agenda. La contraofensiva negacionista hablará de “ecología punitiva” y “mercaderes del miedo” para deslegitimar el nuevo orden ideológico, pero no podremos seguir actuando como si las viejas premisas políticas continuasen funcionando. Y no habrá futuro posible sin una descripción compartida de los hechos. Europa está en una economía de guerra y el cambio climático representa una amenaza sistémica. A partir del reconocimiento de esas dos realidades, se podrán oponer argumentos, pero negarlas es caer adrede en el yugo de la polarización extrema, y supone un peligroso deterioro de la vida democrática. Todos tendremos que hacer un esfuerzo para no envenenar el debate democrático y consolidar un frente común, construido desde una identificación seria y compartida de la jerarquía de los peligros. Esas son las lecciones de este abrasador verano, nuestro último verano. ¿Aprenderemos?
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