Veinte centímetros
Muchas mujeres entienden la lucha por la igualdad como imitación. Para sobrevivir en un mundo donde nos exponemos como productos, consideran que ser iguales a los hombres consiste en imitar los peores rasgos de la masculinidad hegemónica
En una de las ediciones de First Dates del pasado mes de junio, una mujer de 41 años, Eileen, aseguraba ante las cámaras de televisión: “No quiero a un hombre que la tenga pequeña; mínimo 20 centímetros”. El tamaño era para ella condición sine qua non para comenzar una relación. Nos inquieta el aburrimiento soberano que puede seguir cuando solo cuente Eileen con el tamaño de ese pene: ¿esos 20 centímetros serán un buen acompañante para ir al cine? ¿Resistirán una conversación? ¿Sabrán sostener sus eventuales momentos de debilidad?
Merece la pena que nos detengamos en este episodio como ejemplo de lo que desde hace más de una década algunas psicoanalistas y ensayistas con perspectiva de género hemos identificado como la progresiva masculinización de las mujeres, que bajo el paraguas de un supuesto empoderamiento, de una autoafirmación que refuerza su amor propio, imitan los comportamientos más patriarcales, aquellos en los que estaban tradicionalmente socializados los hombres. Pues, en paralelo a la denominada feminización del espacio público, en el que las mujeres han entrado por fin con pie firme, se está produciendo una masculinización del espacio íntimo que se expresa especialmente en las relaciones sexoafectivas.
En primer lugar, y por ceñirnos al ejemplo, Eileen nos muestra una fragmentación del cuerpo de los hombres idéntica a la que siempre efectuaron estos al referirse y ponderar el cuerpo de las mujeres. En 1975, la ensayista Laura Mulvey advirtió sobre la reiterada representación de la mujer en el cine como “un pedazo de carne con ojos”. Con sus exigencias hacia su potencial pareja, Eileen reduce también la totalidad del hombre a un órgano sexual, ese pedacito de carne, y el encuentro sexual al coito, en la mejor tradición machista. Solo la pornografía más habitual mantiene el coito como protagonista central del erotismo femenino, y lo hace, precisamente, porque está pensada para satisfacer a los hombres.
Además, Eileen se muestra tan empoderada que afirma que al hombre que la acompaña en esa primera cita televisiva le gustan más los chicos que las chicas, pues está convencida de que ella tiene una intuición especial, una supermirada radiográfica, como la de Superman, para detectar tanto el tamaño del pene a través de los pantalones como las inclinaciones sexuales de cualquiera que tenga delante, sin conocerlo de nada. La rotunda afirmación como hombre heterosexual de su acompañante no la disuade, porque ella posee una certeza inamovible que se coloca por encima de cualquier declaración del aludido; la misma certeza que ha asistido durante siglos a los hombres cuando afirmaban que nosotras queríamos cuando no queríamos, pues estaban seguros de conocer nuestros deseos e intenciones mejor que nosotras mismas. El consentimiento viciado, el tímido sí que no es tal sino pura sumisión, miedo a la pérdida, asunción del deseo del otro como propio, incapacidad para identificar y expresar lo que se quiere con autonomía, es el correlato de ese supuesto saber ancestral de los hombres sobre las mujeres que Eileen también posee ahora sobre el varón.
Y es que se ha producido un peligroso deslizamiento: muchas mujeres entienden la lucha por la igualdad como imitación. Para sobrevivir en un mundo donde se ha impuesto un modelo de relaciones sexoafectivas mercantilizado, donde todos nos exponemos como productos en un catálogo que siempre está abierto a nuevas y más atractivas ofertas, consideran que ser iguales a los hombres consiste en tener derecho a imitar los peores rasgos de la masculinidad hegemónica. El mantra es tan sencillo que da pavor: si ellos lo hacen, por qué nosotras no, se justifican. O, mejor, apenas se justifican, porque no hay reflexión previa, sino pura y triste mímesis.
Empoderarse es hoy para demasiadas chicas adoptar posturas pornográficas en los selfis y difundirlas en Instagram. En la playa, sin ir más lejos, no hay día que no observemos a adolescentes en tanga que se hacen vídeos entre sí, moviendo el boom boom como les ha enseñado Chanel a hacerlo, no sabemos si, también, para volver loquitos a los daddies. Las fiestas de despedidas de soltera de las jóvenes se han convertido en zafias performances hipersexualizadas, como siempre lo fueron las de los solteros.
La pornificación de nuestra sociedad que con tanto acierto describiera Ana de Miguel lleva a extremos tan absurdos como el de considerar educación sexual el conocimiento de las posturas del Kamasutra, como ha sucedido en la desafortunada yincana nocturna de Vilassar de Mar, donde en lugar de educar en el respeto al propio cuerpo (la necesaria autonomía corporal) y al del otro; en lugar de enseñar a los chicos y a las chicas a identificar sus deseos por fuera de la sumisión, la complacencia o la imitación de lo que ven en Pornhub, se les enseña cómo lamer un plátano o poner un preservativo.
Porque alcanzar la igualdad hombre-mujer no consiste en caer en una masculinización que nos homogeniza, sino en todo lo contrario. La igualdad por la que muchas mujeres luchamos desde el feminismo tiene que ver con corregir precisamente la cosificación del otro, sea hombre o mujer, a favor de unas relaciones personales profundas y ricas, donde el semejante no sea considerado un mero objeto, fragmentado, funcional, un producto diseñado para nuestro uso, sino un sujeto con un mundo interior propio que compartir. La igualdad es respeto por la diferencia, es caminar hacia una convergencia de géneros que trascienda los mandatos y los roles hasta subvertirlos. Cuando las jóvenes copian en sus gestos y en sus conductas, en sus retoques quirúrgicos, en sus demandas, la estética y el comportamiento de las actrices porno no lo hacen, como suponen, desde una afirmación positiva que las autoriza como sujetos, sino desde la ignorancia de que están imitando aquello que consideran lo más deseado por los hombres: una hembra hipersexualizada que reclama un pene de 20 centímetros, tal y como lo solicitase Eileen.
Liv Strömquist, en su ensayo gráfico No siento nada, advierte respecto al comportamiento amoroso lo mismo que señalamos aquí. Cito: “La RESPUESTA FEMINISTA a ser mal querida por hombres que son incapaces de amar no puede ser la idea adiestradora del empoderamiento que LAS VUELVA tan incapaces de amar como a ellos”. Por supuesto que no.
Sin embargo, los ejemplos de esta imitación son numerosos. Caminamos hacia un horizonte donde las bondades de la socialización patriarcal de las mujeres (el cuidado de los vínculos, la atención a los afectos, la empatía, la consideración del otro y la reflexividad afectiva), unos valores que pretendíamos universalizar y exportar a la educación de los hombres, se pierden a favor de una masculinización deshumanizante que homogeniza a la baja. Y se pierden, sencillamente, porque esta masculinización que cosifica es mucho más afín a los requerimientos que exige el capitalismo financiarizado y digital, que nos quiere meros productos, piezas reemplazables de un sistema que nos precariza afectiva y materialmente.
Resistirse al empuje de esa corriente homogeneizante es mucho más costoso en términos energéticos que dejarse llevar por ella, pero educar en la igualdad no es universalizar los peores valores patriarcales, sino transformarlos, oponernos desde el pensamiento crítico a ellos, crear imaginativamente nuevas formas de ser humanos que amplíen el espectro de las diferencias, sin renunciar al derecho inalienable a la igualdad.
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