Lengua y separación de poderes
Solamente los parlamentos aprueban leyes en los ámbitos de su competencia y solo el Tribunal Constitucional puede determinar si un modelo lingüístico se atiene o no a la Constitución
Probablemente, si no viviéramos en un Estado democrático de derecho nos podría parecer normal que los jueces tuvieran la capacidad de ordenar a los legisladores cómo regular cualquier tema o indicarle a la Administración exactamente cómo debe gestionar cualquier expediente que tiene sobre la mesa. Por el contrario, los sistemas democráticos basados en la separación de poderes delimitan con un juego de contrapesos las funciones de los distintos poderes para garantizar que cada uno de ellos se atiene a su papel.
Solamente los parlamentos aprueban leyes en los ámbitos de su competencia. Así lo hizo el Parlamento catalán cuando reguló en su legislación educativa, con una mayoría amplísima, su sistema de garantizar la competencia lingüística en las dos lenguas oficiales y el nivel de presencia de cada una de ellas para garantizar una adquisición equilibrada de ambas al final del proceso educativo.
Solamente el Tribunal Constitucional puede determinar si ese sistema es o no constitucional. De ninguna de sus sentencias se puede deducir que no lo sea. El tribunal ha fijado algunas pautas interpretativas que no pueden ser ignoradas por las legislaciones autonómica y estatal. No es inconstitucional que la lengua cooficial se defina como de uso normal en el proceso educativo sin mencionar el español (STC 337/1994); tampoco es cuestión de equilibrio horario (STC 87/1983). Debe asegurarse que el sistema garantice la competencia bilingüe al final del proceso educativo. Se puede lograr con diferentes porcentajes dependiendo de la situación sociolingüística, que corresponde valorar a las autoridades educativas. Es, además, legítimo que el centro de gravedad sea el catalán, siempre que no excluya el castellano (STC 31/2010 sobre el Estatut).
Solamente los tribunales pueden interpretar si las disposiciones de desarrollo de las leyes son ilegales y si lesionan derechos de la ciudadanía. Pero también ahí la legislación procesal impone límites a la actuación judicial para que no se transmute en un legislador “por la puerta de atrás”. Los jueces no pueden juzgar normas con rango de ley. Si entienden que una disposición de desarrollo de una ley es ilegal, no pueden indicar cómo debe ser la redacción alternativa porque estarían invadiendo la esfera administrativa. No pueden, por fin, extender los efectos de reclamaciones individuales dándole un alcance general salvo en materias muy acotadas y la lengua no es una de ellas.
Solamente la Administración apoyada en el conocimiento experto y los medios organizativos y personales con los que cuenta puede decidir cómo se aplican las leyes, sean las que fijan cómo combatir una pandemia, con qué instrumentos limitar las emisiones atmosféricas o cómo garantizar el conocimiento de las matemáticas o las lenguas oficiales.
Con estos mimbres es difícil entender el jardín en el que se ha metido el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña buscando subvertir el sistema de inmersión lingüística sin que sus magistrados hayan intentado probar suerte a presentarse a las elecciones autonómicas para cambiarlo donde corresponde, que es en sede parlamentaria.
Sucesivamente, el Superior ha invadido espacios que no le son propios. Ha determinado indirectamente la inconstitucionalidad del modelo lingüístico legal sin acudir al Tribunal Constitucional para que este decidiera si dejaba atrás su doctrina que no impide la inmersión o determinara la inconstitucionalidad de una legislación que no ha sido cuestionada ante el alto tribunal. Se ha metido a legislador fijando unos porcentajes de enseñanza de las lenguas, eliminando la capacidad normativa parlamentaria. Se ha saltado sus límites procesales dando extensión general a los efectos de una reclamación jurídica con efectos individuales (para las familias reclamantes). Finalmente, ha ocupado el margen de apreciación que tiene la Administración para fijar cómo se aplican las leyes en función de su conocimiento de la realidad educativa: de la situación sociolingüística de los centros, de las necesidades de apoyo específicas de los estudiantes, del profesorado disponible y el grado de consecución de los objetivos de competencia lingüística en las dos lenguas oficiales.
No hace tanto que el Tribunal Supremo recordaba (STS 1670/2015) que “la Administración de Educación haya aceptado un porcentaje superior al 25% en relación a una escuela en particular no implica que haya asumido que siempre se debe aplicar el mismo porcentaje en todos los casos”. El Tribunal Constitucional acotaba también el papel de la jurisdicción ordinaria en el control de legalidad lingüística, que no es un “ejercicio de una competencia autonómica por sustitución” (STC 14/2018).
Aceptar que el Superior se sitúe por encima del mandato popular del electorado catalán que representan el 80% de parlamentarios que apoyan la legislación lingüística y educativa y también de lo que dicta el Constitucional es sumamente peligroso. El delicado equilibrio de poderes que sostiene un Estado democrático de derecho se asienta en un ejercicio de autocontención de cada uno de ellos y en conocer cuál es su función. Un equilibrio que salta por los aires con la obstinación del Superior por determinar qué modelo educativo debe regir en Cataluña por encima de los límites establecidos por la representación democrática parlamentaria mayoritaria y el Constitucional.
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