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Tribuna
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¿Gobernar o cambiar la historia?

Quienes han querido modificar el rumbo de sus países en Latinoamérica por lo general han acabado despreciando la democracia y añorando el poder popular. Los procedimientos parlamentarios y la división de poderes son un freno a las visiones personalistas de los caudillos

¿Gobernar o cambiar la historia? / Carlos Granés
Nicolás Aznárez

Si la grandilocuencia de los gobernantes latinoamericanos sólo fuera un ornamento o una simple estrategia electoral, el asunto no sería tan problemático. Lo grave es que muchas veces las promesas de remover los cimientos de los países, de refundarlos o redefinirlos no son meros eslóganes, sino una manera de entender el ejercicio del poder en América Latina. Parecería que a muchos presidentes de la región no les interesa —o no los excita, o no los exalta— gobernar. Como si aquella fuera una actividad mediocre y burocratizada, apegada a la realidad y alejada de la épica, la descartan en favor de una que sí está a la altura de su intelecto y de sus ambiciones: cambiar la historia.

Para la flamígera imaginación caudillista, someterse al control democrático, fortalecer las instituciones y apuntalar proyectos que en el mediano plazo mejoren las condiciones de vida de las personas ha sido siempre un anatema. El designio de un verdadero líder latinoamericano ha sido darle un titular a la humanidad. Ninguno se ha conformado con proyectos que carezcan del fragor revolucionario o que no supongan ubicarse a la vanguardia de la vanguardia y ofrecerle una lección de justicia, misericordia o progresismo al mundo entero. Desde los tiempos de Vicente Huidobro, el genial poeta chileno que despachó la democracia —después se arrepentiría— como “un colchón de papeles inútiles”, el forjador de pueblos ha querido acelerar el tiempo, azuzarlo a bofetadas y aprovechar el fervor de las masas para dejar su firma en la historia. A lo largo del siglo XX abundan los ejemplos, pero para qué remontarse al pasado si el presente ofrece ejemplos paradigmáticos.

Nayib Bukele, por ejemplo, el aspirante a déspota que preside El Salvador, no se ha contentado con avasallar militarmente al Congreso, perseguir a la prensa y limitar los derechos civiles; todo esto ha sido parte de una coreografía política destinada a materializar sus intuiciones más osadas. Bukele ha conseguido que El Salvador, uno de los países más pobres de América Latina, sin industria ni un sistema financiero sólido, se convierta en un pionero mundial en el uso de bitcoins. Antes que Estados Unidos, Alemania o China, El Salvador se ha entregado a la incierta aventura de apostar por el bitcoin como moneda de reserva y divisa de curso legal. Aunque el experimento, como se ha podido comprobar en los últimos días con el desplome de su valor, dejaba expuesto al Estado a los altibajos de una divisa de gran volatilidad, Bukele cree ser un visionario y no le importa jugar con el futuro de su país. A pesar del riesgo de quiebra y de las recomendaciones de organismos internacionales, no recula; sigue apostando por una ensoñación futurista en lugar de gobernar.

Y ahí no acaba todo. Siguiendo el legado de los más delirantes utopistas latinoamericanos, Bukele quiere materializar su visión redentora erigiendo Bitcoin City, una urbe al pie del volcán Conchagua alimentada por energía geotérmica y destinada a ser un refugio para la libertad económica. Su proyecto se parece a Olinka, otra ciudad libertaria que alumbró en la imaginación de un artista mexicano, el Dr. Atl, también destinada a levantarse sobre un el cráter de un volcán. La diferencia es que el pintor soñaba con un refugio para el talento creador, mientras el caudillo sueña con un santuario para los inversores en criptodivisas. Es decir, con una utopía mucho más pedestre y ordinaria: un paraíso fiscal.

No muy lejos de allí, en México, Andrés Manuel López Obrador también llegó a la presidencia convencido de que su designio era cambiar la historia. Su Cuarta Transformación, un proyecto que compara en importancia a la independencia, la reforma y la revolución, hitos en la historia de México, ha sido un pretexto para perpetuar viejas peleas contra el mercado, las empresas extranjeras, la prensa y los sectores críticos, y para emprender colosales proyectos de infraestructura como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas. Después de tres años en el poder, las expectativas se han reducido y aquel cambio histórico se ha limitado a darle protagonismo al ejército en la vida pública. Esa ha sido la riesgosa fórmula de López Obrador para garantizar la continuidad de sus obras: vincular a los militares al control de las mismas, una decisión que no supone un cambio histórico sino un regreso al pasado, a los años veinte, cuando no eran los políticos ni las instituciones, sino los caudillos y sus pistolones, los que determinaban las políticas del Estado. El primer presidente de izquierdas de México será recordado, paradójicamente, por su menosprecio del movimiento feminista y su indiferencia ecológica, por el deterioro que ha infligido a la democracia y por su alianza antinatura con los militares.

Los profetas del cambio y de la refundación de la patrias no se agotan en Bukele y López Obrador. El peruano Pedro Castillo también llegó a la presidencia como un enviado de Clío para acabar con 200 años de prejuicios raciales en el Gobierno. El resultado ha sido la obvia comprobación de que la honestidad no depende del color de piel, sino del control democrático sobre el poder. Hoy, Perú es una taberna de truhanes e incompetentes, donde Castillo y sus antiguos rivales, los congresistas de ultraderecha, se amangualan para repartir cargos entre aliados y legislar en favor propio.

Pero entre todos los populistas contemporáneos, nadie cree más en su predestinación histórica que Gustavo Petro, el candidato presidencial que parte con más opciones para ganar las elecciones colombianas del próximo 29 de mayo. Como López Obrador, también quiere ser el primer presidente de izquierdas que gobierne su país; como Castillo, también promete la inclusión del pueblo en el proyecto de nación; como Bukele, también tiene una visión transformadora que convertirá a Colombia en la vanguardia de la vanguardia, en un ejemplo para la humanidad. Con una coalición que lleva el predecible nombre de Pacto Histórico, Petro quiere que su país sea una “potencia mundial de la vida”.

Detrás de estas palabras grandilocuentes y pomposas anida la fantasía de convertir a Colombia en un referente que guíe a la humanidad en la lucha contra el cambio climático. Petro quiere entablar desde el día uno de su Gobierno una guerra contra los combustibles fósiles, convencido de que esos ingresos fiscales los podrá reemplazar fortaleciendo la agroindustria y el sector del turismo. No parece advertir que el sacrificio de un país pequeño como Colombia puede contribuir más bien poco a la humanidad, y, en cambio, sí agravar los problemas de inequidad y pobreza que inexorablemente desembocan en más violencia y muerte.

Los propósitos de Petro están apuntalados en un lodazal de buenas intenciones, donde también zozobran chispazos peregrinos como convertir al Estado en empleador de última instancia para todo aquel que no encuentre empleo, darle voz a la sociedad en la dirección del Banco de la República, o el “perdón social” generalizado que promovió después de leer un libro de Derrida. Estas ocurrencias, más propias de un redentor que de un estadista fiable, nos llevan al verdadero problema. A corroborar que quienes han querido cambiar la historia de sus países por lo general han acabado despreciando el Gobierno democrático y añorando el poder popular. Los procedimientos parlamentarios y la división de poderes, prensa incluida, son un freno a las visiones personalistas de los caudillos y benefactores de la patria, y eso explica que todos ellos, tarde o temprano, acaben apelando a la opinión, al sentimiento o a la voluntad del pueblo para burlar las reglas del juego democrático.

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