Bukele y el bitcoin
Las criptomonedas atraen a inversores e incluso a algunos Estados pese a la vulnerabilidad de ese sistema de pago
La extrema volatilidad de las criptomonedas puede tener consecuencias graves en la economía de países que hayan dado curso legal a esos sistemas de pago. El sesgo revolucionario que aparentan oculta, en realidad, una vulnerabilidad que pueden acabar pagando los ciudadanos sometidos a arriesgados experimentos de sus gobernantes. Desde que hace cuatro meses El Salvador se convirtió en la primera nación del mundo en incorporar una criptodivisa como moneda legal ha perdido varios millones de dólares. Tras aprobar la ley que obliga a todos los negocios del país a aceptar pagos en criptomoneda, su presidente, Nayib Bukele, adquirió unos 1.391 bitcoins con dinero público. Compró al alza, cuando costaban entre 50.000 y 69.000 dólares. La pasada semana, su valor se devaluó en un 40%. Su gestión genera tanto recelo que los bonos del país registraron “el peor rendimiento del mundo” en 2021, con pérdidas de casi el 30%. Ahora el dinero que los negocios locales han cobrado en bitcoins vale menos y la deuda del país vale más.
El bitcoin no solo es inestable, sino hipersensible a fuerzas ajenas al mercado. Un meme de Elon Musk es capaz de bajar su valor un 5% y hace dos semanas cayó un 8% por las protestas en Kazajistán. Cuando el presidente, Kasim-Yomart Tokáyev, autorizó a las fuerzas de seguridad a “disparar sin previo aviso” y bloqueó internet para toda la población, dejó cientos de muertos en la calle y 88.000 criptomineros fuera de juego, el 14% de la infraestructura total del bitcoin. Hace un año, tres cuartas partes de la red bitcoin estaban concentradas en China. Cuando el partido comunista la prohibió, entre otras cosas para mitigar su crisis energética, parte del éxodo se instaló en Kazajistán, convirtiendo a la antigua república soviética en el segundo centro de minería de bitcoin más grande del mundo. Ahora que el país asiático se enfrenta a su propia crisis energética, Bukele invita a los criptomineros a El Salvador, donde podrán disfrutar de la “energía muy barata, 100% limpia, 100% renovable, con cero emisiones, de nuestros volcanes”.
Kazajistán es uno de los grandes exportadores de combustibles del mundo. Según informes de la Agencia Internacional de Energía, en 2018 era el noveno país exportador de carbón y de crudo, y el duodécimo de gas natural. Su producto interior bruto se ha doblado muchas veces desde 2002. El Salvador tiene un nivel de pobreza del 29,6% y su red eléctrica no alcanzó al total de la población hasta 2019. Los salvadoreños consumen una media anual de 5,93 teravatios hora (TWh) y solo un cuarto de esa energía procede de las instalaciones geotérmicas de la compañía eléctrica estatal. Según datos del contador energético de la Universidad de Cambridge, en este momento el bitcoin consume una media anual de 135 TWh, el 0,61% de la energía global. Un 14% de eso son casi 19 TWh.
Las similitudes entre El Salvador y Kazajistán son escasas, pero sí se parecen sus presidentes: ambos mantienen acuerdos con las mafias locales, fortunas en paraísos fiscales y detenidos sin cargos en prisión. Ambos son también usuarios de Pegasus, el software del NSO Group que usan para vigilar a periodistas, opositores y activistas. Pero Nayib Bukele es más visionario: se está construyendo un nuevo paraíso fiscal especializado en lavar criptomonedas subvencionadas con el dinero de todos los salvadoreños. Es tan difícil llamarlo revolución tecnológica como que salgan los números.
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