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Tribuna
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En defensa de los sindicatos

Razones políticas de fondo explican el inusitado ataque que las organizaciones sindicales venimos recibiendo desde hace unos años, un ataque que crece a medida que la ultraderecha va apropiándose de parcelas de poder

En defensa de los sindicatos. Daniel Barragán Burgui
ITZIAR BARRIOS

¿Por qué existen los sindicatos? ¿Cuál es su papel en democracia? ¿Son una rémora para la economía, incluso un anacronismo? Parece mentira que, tras más 40 años de democracia y 37 desde la aprobación de la Ley Orgánica de Libertad Sindical, haya aún quien dude de la utilidad de unas organizaciones cuyo papel está reconocido de forma inequívoca en nuestra Constitución como reflejo de la libertad sindical consagrada, entre otros instrumentos internacionales, en la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos. Porque hay, sin duda, razones políticas de fondo que explican el inusitado ataque que las organizaciones sindicales, en especial los denominados sindicatos de clase, venimos recibiendo desde hace unos años, un ataque cuyos decibelios van en aumento a medida que la ultraderecha, con la connivencia de otros partidos políticos, va apropiándose de parcelas de poder en nuestras instituciones democráticas.

Habitamos, mal que nos pese, la era del bulo y el zasca, y es demasiado habitual que la argumentación pausada, respetuosa y racional se sustituya por el exabrupto, el insulto y la mentira, con el objetivo de crear un caldo de cultivo que socave los derechos y libertades tan trabajosamente conseguidos por la lucha de muchos ciudadanos y, desde luego, por las reivindicaciones y el trabajo de las organizaciones sindicales, y entre ellas Comisiones Obreras del Hábitat, federación de Comisiones Obreras a la que pertenezco, siempre a la vanguardia en la defensa de los derechos laborales y democráticos de este país. Parecería, incluso, que regresan los tiempos de Margaret Thatcher, cuando la entonces primera ministra del Reino Unido calificaba a los sindicatos de “enemigo interno”, empleando un lenguaje bélico que destruyó las redes de solidaridad democrática de los sindicatos británicos. Porque también aquí hemos tenido nuestras Thatcher de bolsillo. ¿Recuerdan las palabras de Esperanza Aguirre calificando a los trabajadores en huelga de “antipatriotas”? No son muy distintas de las recientes declaraciones del vicepresidente de la Junta de Castilla y León, Juan García-Gallardo, quien dijo estar dispuesto a “combatir” nuestros supuestos privilegios, acusando a las organizaciones sindicales de clientelismo y “años de saqueo de lo público”. Se trata, por supuesto, de un exabrupto demagógico, pero también de un uso peligroso del lenguaje de quien, por sus responsabilidades institucionales, debiera centrarse en defender los derechos y deberes consagrados en la Constitución Española, en lugar de militarizar los mensajes contra un colectivo que, aún hoy, es objeto de persecución en muchas partes del mundo. Pero vayamos al meollo del asunto. ¿Cuáles son esas acusaciones que se lanzan desde los medios y las redes sociales contra la existencia y la labor de las organizaciones sindicales? Los sindicatos, se dice, son perjudiciales para la economía, carecen de apoyo social o laboral, sobreviven gracias a las subvenciones, se lucran ilegítimamente con el dinero de todos y reciben prebendas de los gobiernos afines como pago a su silencio.

Si hablamos de economía, existen suficientes estudios de instituciones poco sospechosas de izquierdismo, como el Banco Mundial o la OCDE, que muestran cómo la labor de los sindicatos no daña el crecimiento económico. Al contrario, la alta afiliación sindical suele asociarse con una mayor actividad económica, el aumento del empleo y los salarios y una mayor inversión productiva de las empresas. Pero sigamos con el argumentario: ¿a quién representamos los sindicatos? ¿Disfrutamos de privilegios de financiación por capricho nepotista o espurios intereses ideológicos? Como siempre, nada más elocuente que los datos, pues lo cierto es que los sindicatos se justifican, precisamente, por su representatividad democrática y se financian mayoritariamente por las cuotas de sus afiliados. Fíjense: desde su legalización en 1977, la afiliación de los sindicatos en España creció de manera sostenida. En 1980, apenas llegábamos a los 500.000 afiliados entre todas las organizaciones, cifra que se había multiplicado por seis a finales de 2010, todo ello en un contexto de grave crisis económica y de empleo que atacó, fundamentalmente, a los colectivos de trabajadores que, históricamente, más cerca habían estado del sindicalismo en España, muchos de los cuales forman parte de los sectores representados por Comisiones Obreras del Hábitat. Es cierto, en cualquier caso, que hay una tendencia a la baja en las afiliaciones, fruto, entre otras razones, de la pérdida de poder negociador forzada por la reforma laboral del Gobierno de Mariano Rajoy, felizmente truncada, y por la atomización de nuestro tejido empresarial, demasiado dependiente de pymes y autónomos, lo que dificulta el arraigo de los valores de solidaridad y compromiso de clase derivados de la experiencia del trabajo colectivo. Pero hablamos de unas organizaciones que aglutinan a casi 2,5 millones de personas (cifras que superan en mucho las de los partidos políticos españoles) y que posibilitan que alrededor de un 80% de los asalariados puedan participar en las elecciones sindicales a través de procesos escrupulosamente democráticos.

Y llegamos, al fin, al espinoso asunto de las subvenciones, el terreno donde la demagogia y la falsedad son más fecundas en su ataque a la labor de los sindicatos. Lo cierto es que, en España, la financiación de los sindicatos proviene, fundamentalmente, de las cuotas de sus afiliados: en el caso de Comisiones Obreras, unos 130 millones de euros anuales que cubren, aproximadamente, el 85% de nuestros gastos corrientes. El Estado, que no el Gobierno, aporta alrededor de 16 millones de euros, repartidos según la representación electoral de cada sindicato. Pero nuestra financiación no solo debe cubrir los gastos de funcionamiento ordinario, mantenimiento y alquiler de locales, sino también (y he aquí la clave) los costes de una de nuestras principales funciones sociales: la negociación colectiva, larga en horas y jornadas, de los casi 3.800 convenios colectivos vigentes que, más pronto que tarde, repercutirán en la mejora de las condiciones de trabajo de millones de asalariados, estén sindicados o no. Las organizaciones patronales reciben del Estado una cantidad parecida, sin que se justifique por su afiliación, por no hablar del acceso preferente a fuentes de financiación inaccesibles para los sindicatos. Si hablamos de los partidos políticos, estos reciben aproximadamente 90 millones de euros anuales cuando, según todas las encuestas, su credibilidad social es menor que la de las organizaciones sindicales, sin olvidar otras partidas que no reciben ataque alguno de los voceros de la contención presupuestaria, como las subvenciones para la prensa y las televisiones privadas o los millones de dinero público derivados a la Iglesia para cubrir los gastos que no pueden financiar las aportaciones de sus feligreses. Baste añadir, para los amantes de la comparativa, que las ayudas públicas para los sindicatos británicos alcanzan los 98 millones de euros, 83 en el caso de los franceses.

Pero quizá lo esencial sea recordar de nuevo, en especial a quienes se llenan la boca con la defensa numantina de nuestra Ley Fundamental, que la Constitución Española proclama en su Título Preliminar la organización pluralista de nuestra sociedad, tanto en el plano estrictamente político (con los partidos como instrumento fundamental) como en el más general de lo económico y social, mediante la acción de sindicatos de trabajadores y asociaciones empresariales. Estas organizaciones, sin excepción, constituyen los pilares fundamentales e insustituibles de nuestra sociedad democrática, pues a ellas reserva la Constitución su propia y peculiar función en el inequívoco compromiso en favor de la igualdad y de la participación que el constituyente español hizo recaer, con buen criterio, en los poderes públicos que rigen la vida política, económica y laboral de todos los españoles.

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