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Columna
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Vetocracia

Aquí todos los grupos se consideran en posesión de la verdad con infalible superioridad moral sobre los demás

El presidente de Vox, Santiago Abascal (d), y el candidato de esta formación a la Presidencia de la Junta de Castilla y León, Juan García-Gallardo (i), celebran los resultados electorales autonómicos, el domingo en Valladolid.
El presidente de Vox, Santiago Abascal (d), y el candidato de esta formación a la Presidencia de la Junta de Castilla y León, Juan García-Gallardo (i), celebran los resultados electorales autonómicos, el domingo en Valladolid.PABLO REQUEJO (EFE)
Enrique Gil Calvo

En diez días han ocurrido tres hechos alarmantes. El día 3 se convalidaba por error con gran escándalo en el Congreso la reforma laboral acordada por concertación social entre la patronal y los sindicatos. El jueves siguiente (10/02), The Economist publicaba su Democracy Index 2021 de calidad democrática, por el que España desciende de rango de democracia “plena” (puesto 16 en 2019, cuando el “bloque de investidura” toma el poder) a “deficiente” (puesto 24). Y el domingo 13, las elecciones de Castilla y León han arrojado un resultado muy fragmentado que abre la entrada de la ultraderecha iliberal a un gobierno autonómico. ¿Cómo entender esta regresión de nuestra democracia?

La mejor explicación es interpretarla como producto de la vetocracia, definida por Moisés Naím o Francias Fukuyama como el bloqueo de la capacidad decisoria de un sistema por los vetos cruzados de sus agentes políticos e institucionales. Lo que implica una degeneración del liberalismo, basado en la división y separación de poderes en equilibrio que se controlan unos a otros mediante el sistema de frenos y contrapesos (checks and balances), pero cuya excesiva fragmentación en múltiples contrapoderes combinada con el ejercicio del poder de veto por todos ellos puede conllevar la parálisis del sistema. Es el fantasma de la peruanización que recorre América Latina y que ya está llegando a Europa con el ascenso de la ultraderecha de partidos como Vox.

Aunque entre nosotros cabría llamarlo veto-acracia, pues con sus vetos todos tratan de reducir el poder a la impotencia imponiéndole chantajes maximalistas. Como hace el PP negándose a renovar el poder judicial, causa próxima de la degradación de nuestra democracia en el Democracy Index 2021. Como hace Vox, exigiendo una vicepresidencia para investir a Alfonso Fernández Mañueco. Como han hecho Bildu, PNV y ERC, que vetaron el acuerdo de concertación social al exigir cambios inasumibles que revelan su radical insolidaridad. O como hace Unidas Podemos, que veta los pactos transversales de “geometría variable” con el centroderecha, imponiendo a Yolanda Díaz el cierre excluyente del “bloque de investidura”. ¿Qué clase de progresismo es ese, capaz de extorsionar el común interés general de las clases asalariadas?

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Pero estas prácticas veto-anárquicas no proceden del ordenamiento institucional, por lo que no se pueden superar con reformas legales, sino de nuestra cultura política remota, heredera del monoteísmo contrarreformista, que impide a todos los actores a derecha e izquierda transigir con el pluralismo de valores en conflicto teorizado por Max Weber o Isaiah Berlin. Aquí todos los grupos se consideran en posesión de la verdad con infalible superioridad moral sobre los demás, como intolerantes absolutistas políticos que persiguen inquisitorialmente el herético politeísmo de disidentes o adversarios. Y cuando afirman reclamar el plurinacionalismo solo lo hacen de dientes afuera, pues en sus territorios imponen con intransigencia su monoteísmo soberanista y lingüístico. Este es nuestro pecado original, que nos hace caer en la paranoia antipluralista de la vetocracia antisistema.

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