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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los temporales y las empresas

Acabar con la temporalidad fraudulenta interesa a los trabajadores, pero también a las compañías, que ganarán estabilidad

Reforma laboral
Dos camareros trabajan en una cafetería de Toledo.Ismael Herrero (EFE)
El País

En el último trecho negociador para la reforma laboral, el debate triangular Gobierno-patronales-sindicatos se concentra en el uso de los contratos temporales. La discusión pivota sobre los mecanismos que han de regular y reprimir el extraordinario abuso de esa contratación: España duplica la media europea en ese terreno y sigue la proliferación de contratos fraudulentos de un día. Esa es la principal causa de la precariedad.

Es lógico que sea el punto más caliente. La anterior reforma del PP se propuso como prioridad resolver ese grave problema, pero el efecto de su aplicación supuso un fiasco conocido e innegable. Reducir la temporalidad ha sido una exigencia reiterada desde Bruselas para lograr una normalización del mercado laboral español y sustraerlo a esa deficiencia cronificada. Por eso la condición para el éxito de la reforma en curso consiste en combinar la necesaria flexibilidad empresarial con la seguridad y dignidad de trabajadores, hoy demasiadas veces sometidos a una terapia estresante y frustrante de contratos encadenados.

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Tras un inicio quizá demasiado esquemático, la actual propuesta gubernamental exhibe una urdimbre propicia a un pacto que, a la vez que asegure ambos objetivos, atienda a las distintas necesidades. Se abre así una triple vía de contratación temporal: la ocasional para tareas estacionales previstas pero de intensidad incierta (con duración máxima de 90 días), la determinada por razones productivas (seis meses) y la requerida para sustitución de personal. Se prevé un trato específico a sectores muy sensibles a la estacionalidad, como la agricultura o la construcción (aspecto en el que se registran avances prometedores), y todo ello va acompañado de un régimen fuertemente disuasor y sancionador de la temporalidad fraudulenta que encarnan los falsos contratos fijos brevísimamente temporales y concatenados.

Corresponde a la autonomía de los negociadores perfilar y acordar los detalles de este esquema. También está en su mano evitar el inmovilismo en las posiciones de partida. En esta cuestión clave de la temporalidad, los mayores recelos provienen del mundo empresarial: teme perder la flexibilidad contractual necesaria que es a la vez prerrequisito de la creación de empleo. La preocupación es lógica, pero estaría mejor motivada si las patronales no hubiesen hecho durante demasiado tiempo la vista gorda ante los abusos estructurales: los planes de choque desarrollados por la Inspección de Trabajo han facilitado ya la regularización de más de 600.000 contratos temporales fraudulentos.

Esa pasividad empresarial incentiva la tolerancia al fraude y debería quedar atrás para que la CEOE abandere con convicción la lucha contra patronos tramposos a través de la fijación de un sistema que establezca con claridad los límites entre contratos fijos y temporales, y entre las distintas clases de estos.

Rebajar sustancialmente la temporalidad interesa a los trabajadores, pero compete también a los empresarios para ganar una estabilidad que beneficie tanto a las propias empresas (en el empleo, en la facilidad de pactos salariales) como a la sociedad en su conjunto, y desmantele, por fin, la sangrante precariedad actual. Para asentar ese horizonte es imprescindible que el presidente de la patronal, Antonio Garamendi, reafirme la autonomía de su colectivo, frente a la polarización y los cantos de sirena conservadores que pretenden atenazarle para frustrar la reforma, aunque sea a costa de los intereses empresariales de fondo.

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