Nadia y Yolanda
Es en estas disputas donde se escenifican las preocupaciones de la izquierda clásica, no en el laberinto de las identidades y su hidra de tribus enfrentadas
Es inevitable que en política todo se personalice, que los conflictos se representen a partir de las personas que mejor encarnen los polos enfrentados. Nos lo encontramos siempre en la presentación de los contrarios por antonomasia, Gobierno y oposición, Sánchez y Casado. La energía que mueve casi todo lo político es el poder. Por eso predomina una visión en la que no hay reconciliación posible, o se impone uno u otro. Ahora, una u otra: Nadia o Yolanda, Calviño o Díaz, la vicepresidenta 1ª o la vicepresidenta 2ª. En este caso, con el morbo añadido de que ambas están en el mismo Gobierno.
Lo interesante del caso no es ya la personalización de un conflicto entre estas dos cabezas de las dos fuerzas políticas coaligadas; lo más relevante es lo que cada una de ellas representa. En el caso de Yolanda Díaz va mucho más allá del interés de UP por diferenciarse del PSOE o promocionar a su nueva lideresa potencial. Ser uno de los polos de la confrontación le viene estupendamente, desde luego, porque hasta este momento representaba a la izquierda negociadora de raíz sindical. Ahora, con la disputa laboral, puede combinar este perfil con aquel otro imprescindible para que Podemos no pierda su identidad: eso del “sí se puede”, una importación del eslogan del “otro mundo es posible” de los antiglobalizadores originarios. Y para ello le es muy funcional tener un antagonista en la misma izquierda, que además se sienta en el mismo Consejo de Ministros. Una a la derecha, otra a la izquierda del padre Sánchez.
Calviño no lo tiene tan fácil, como cualquiera a quien compete gestionar el “principio de realidad”. Con una deuda en el 120% del PIB, un 14% de paro, el gasto público y la inflación disparados, y los frugales de la UE al acecho no está uno para alegrías ideológicas o para construirse un perfil “empático” con proyección electoral. Con salvar los muebles ya tiene suficiente. Si encima ve como sus esfuerzos por incardinar la dimensión más social del Gobierno en la ortodoxia europea se ponen en el activo del socio menor, no hay que imaginarla particularmente feliz. O con esa imputación de ser la tecnócrata al servicio de Bruselas. En su caso, tener una antagonista tan cercana es más un marrón que un provecho.
Con todo, para cualquier observador desapasionado esta dialéctica entre vicepresidentas tiene el valor de desvelarnos los límites de las políticas de izquierdas en el siglo XXI. La disputa puede presentarse bajo el binomio realismo/utopismo, aunque en el fondo todo gire en torno a cuál sea la autonomía de la política bajo las condiciones del Gobierno complejo y multinivel. Sinceramente, no creo que Calviño sea menos de izquierdas que Díaz. Es más cauta y consciente de que a golpe de BOE no se consiguen los milagros, o que no basta con las buenas intenciones. En eso coincidiría con el presidente del Gobierno portugués. Pero tener a una Díaz en el papel de amable Pepito Grillo permite no tener que darse por satisfecho con la gobernanza al uso, obliga a ensanchar los márgenes de lo factible. Ya ven, fascinante. También porque es en estas disputas donde se escenifican las preocupaciones de la izquierda clásica, no en el laberinto de las identidades y su hidra de tribus enfrentadas. Lo que está por ver es si se llegará a la síntesis a la que aspira toda dialéctica o si, como decía al principio, estamos condenados a que solo pueda ganar una.
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