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tribuna
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Yolanda, los egos y el partido ‘matrioska’

Ojalá que la apertura hacia la sociedad, anunciada por Díaz, promueva un proceso constituyente porque el éxito de este proyecto interesa a su espacio político, al conjunto de las izquierdas y a la propia democracia

Yolanda Diaz
MARTIN ELFMAN
Joan Coscubiela

Que me disculpen por esta intromisión las personas más directamente implicadas. Además de un fuerte vínculo emocional, me mueve el convencimiento de que todos nos jugamos mucho en el proyecto anunciado por Yolanda Díaz, empezando por los sectores sociales que necesitan y requieren políticas de transformación social y las identifican con este espacio político. Parece existir un amplio acuerdo en que se necesita algo nuevo, aunque no tanto en qué y cómo construirlo.

Importa al conjunto de las izquierdas donde, por convicción o necesidad, comienza a entenderse la importancia de confluir sin sustituir, de competir cooperando, aunque encontrar el punto de sal, el equilibrio, sea complejo. Al PSOE le conviene la consolidación de ese espacio, a pesar de que en ocasiones sus dirigentes expresen nerviosismo, pero también interesa a la mayoría de la sociedad. En momentos de desconcierto, de miedos e inseguridades múltiples, la democracia necesita organizaciones sólidas que sepan representar intereses, canalizar los conflictos y articular la solidaridad para ofrecer seguridad a la ciudadanía. La no política solo beneficia a quienes pretenden sociedades autoritarias e injustas.

Las voces que advierten del riesgo de que los egos asfixien este proyecto, incluso antes de nacer, confirman que no será tarea fácil. Pero intuyo que los problemas no nacen solo de la condición humana: existen dificultades objetivas para construir un nuevo proyecto político que vaya más allá de una plataforma electoral. Lo hemos comprobado estos últimos días. Incluso en un escenario complejo como el de las negociaciones de la reforma laboral, Yolanda Díaz continúa acumulando auctoritas con su manera de entender la política y de ejercer las funciones de gobierno.

Mientras, una parte de ese capital político se pierde por las grietas que abren en su propio espacio algunas decisiones incomprensibles. En vez de sumar, más bien restan, hacia fuera y hacia dentro.

En momentos como este, de desapego y desafección, lo determinante es ilusionar a la ciudadanía y especialmente a los sectores sociales que más necesitan de la política pero que más descreimiento manifiestan respecto del espacio público. El sorpasso útil es el que pueda darse al desencanto y la resignación, aunque sea objetivo difícil en una sociedad cada vez más compleja, con una diversidad de intereses y conflictos que no siempre es fácil congeniar, con una multiplicidad de identidades que se construyen como contrapuestas e incompatibles entre sí.

La hegemonía ideológica del ultraliberalismo concibe los derechos como meros bienes de consumo que se pueden obtener en el mercado, pero eso mismo incentiva un exacerbado individualismo al tiempo que penetra en todos los sectores sociales y coloniza las más variadas reivindicaciones. La ciudadanía reclama que la política responda de manera exclusiva a los intereses personales de cada cual y a su manera de entender la sociedad. Exigimos partidos hechos a la medida de cada uno de nosotros, sin advertir que incentiva la cultura política “atrapalotodo” y genera escenarios institucionales cada vez más fragmentados.

Nuestra sociedad tiende a una creciente compartimentación de las causas, con movilizaciones tan potentes como difíciles de articular políticamente. Incluso movimientos sociales que, como el feminismo y el ecologismo, son portadores de valores universales se están resintiendo ante esta tendencia a segmentar y compartimentar las causas.

Agregar intereses particulares en causas compartidas es la función que han desarrollado históricamente sindicatos confederales y partidos políticos. Hoy viven, como todas las estructuras de intermediación, una crisis en su función de mediación social. Pero mientras las organizaciones sindicales mantienen —no sin dificultades— su apuesta por el vínculo asociativo y estable de la afiliación y la organización, muchos partidos políticos han renunciado a ello.

Cualquier proyecto que quiera trascender más allá de unas elecciones requiere recuperar el valor de la organización política como sustento imprescindible de las ideas. Asumiendo que las formas organizativas del siglo XX ya no sirven y aún no somos capaces de imaginar otras nuevas. En este interregno están apareciendo muchos placebos y algunos monstruos. El vínculo asociativo y estable propio de los partidos tradicionales ha mutado a formas gaseosas y relaciones dominadas por la lógica del mercado. Hoy, la política no se hace, sino que se consume, y la relación entre ciudadanía y partidos deviene clientelar.

Esta distopía ha seducido a sectores de la izquierda, camuflada entre el tecnooptimismo de las redes sociales como alternativa a las organizaciones. La indignación se consume —en su doble acepción— pero la transformación social debe organizarse. La digitalización no debería contraponerse a la organización ni pretender sustituirla sino ponerse a su servicio.

Para que el proyecto anunciado por Yolanda Díaz avance deberán desandarse falsos atajos y abandonar el espejismo del partido sin organización. Esta quimera ha tenido un alto precio en forma de estructuras políticas muy jerarquizadas y, en consecuencia, altamente sensibles a las crisis cupulares.

La izquierda que representa Yolanda lleva años intentando superar la crisis del “partido” por excelencia. Las sucesivas explosiones de lo existente han generado una constelación de estrellas que tienden a reencontrarse utilizando la técnica de las matrioskas. Mientras, la nueva política ha teorizado los partidos movimiento que, sin organización, acaban siendo plataformas presidencialistas, tan efímeras como sus liderazgos. En el partido matrioska la muñeca exterior, que se legitima electoralmente ante la ciudadanía, contiene en su interior otra muñeca parecida que, a la vez, encierra otra más pequeña aún que se arroga la función de marcar el paso a todas las demás. En el partido movimiento, algunos se reservan la función de núcleo irradiador o nave nodriza: se invoca mucho a Gramsci y Laclau pero la inspiración llega de Lenin.

Ninguna de estas fórmulas es sostenible. No facilitan la tarea de intelectual colectivo, la función de agregación de causas y la construcción de los imprescindibles consensos internos. Al contrario, promueven identidades cerradas y egos colectivos que dificultan el debate y así aumentan el riesgo democrático, común a toda la política, de que al final las decisiones importantes se tomen en la cocina de un apartamento, en el despacho de un spin doctor o en un grupo de Telegram. Incluso los liderazgos socialmente potentes requieren de organizaciones sólidas.

No es menor el reto de definir la estructura territorial. Un proyecto que defiende la plurinacionalidad de España y una gobernanza federal debería adoptar formas organizativas coherentes con esta forma de entender el país. Eso tampoco será fácil. Los intentos de reconstrucción de este espacio político han evolucionado de diferente manera en cada territorio, como si se tratara de especies endémicas en islas aisladas. La solución no parece estar ni en la centralización ni en un pacto de autarquías consentidas. Quizás la respuesta esté en una organización en red, capaz de recuperar la cooperación y la lealtad propias del mejor federalismo.

No es realista esperar que todos estos retos se puedan afrontar de una sola tacada, sobre todo porque a corto plazo debe afrontarse el próximo ciclo electoral. Pero ayudaría mucho hacer caso a Séneca. Solo se pueden aprovechar los vientos favorables si se sabe a qué puerto se quiere llegar. Ojalá que la apertura hacia la sociedad, anunciada por Yolanda Díaz, promueva un proceso constituyente sobre bases nuevas porque, como dije al comienzo, el éxito de este proyecto interesa a su espacio político, al conjunto de las izquierdas y a la propia democracia.

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