Nadia Calviño, en línea de ataque
La vicepresidenta primera acrecienta su protagonismo político en el Congreso, donde sus disputas con Yolanda Díaz alimentan los ataques de la oposición
Hasta no hace mucho, lo más comentado de Nadia Calviño en una sesión parlamentaria de control al Gobierno había sido aquella mañana de hace unos meses en que Pablo Iglesias mentó a Paca la Piraña, una artista trans, y la entonces vicepresidenta tercera, sentada a su lado, se volvió hacia él con gesto de asombro: “¿Paca queeeé?”. Para entonces, Calviño ya había avanzado mucho en el banco azul desde la época en que, aún sin el rango de vicepresidenta, se sentaba en una esquina casi inadvertida junto a Pedro Duque, a la sazón ministro de Ciencia. Calviño había alcanzado un lugar prominente en la bancada del Gobierno, cuarta en la fila tras Pedro Sánchez, pero sus intervenciones, siempre jalonadas de datos y detalles técnicos —lo que cabe esperar de un ministro de Economía—, no llamaban mucho la atención en medio de la pirotecnia que alimenta el teatro de las sesiones de control. La oposición le lanzaba alguna piedra -”Nada”, le llamaban- pero sin mucho empeño.
Hoy, Calviño, vicepresidenta primera, se sienta al lado de Sánchez y, como tal, se ha vuelto un objetivo prioritario para los antagonistas del Gobierno. Y ella, siempre con modales suaves y sin abandonar su poso técnico, no rehúye la pelea. Además de hablar del PIB, de la inflación y de los tipos de interés, de vez en cuando lanza sus pullas al PP por no renovar el Poder Judicial o por usar el terrorismo contra el Gobierno, y se enfrenta a Vox por su “ensalzamiento de la dictadura” franquista. La que pasaba por ser la tecnócrata del Ejecutivo va asumiendo cada vez más un claro perfil político, dentro del Gabinete y en el escenario del Congreso.
Calviño (A Coruña, 53 años) creció en una familia muy política. Sus abuelos militaron en la causa republicana y su padre fue director general de RTVE en el primer Gobierno del PSOE. Aunque ella dice que todo eso le infundió para siempre una visión del mundo progresista, su carrera profesional, primero en la Administración española y luego en la Comisión Europea, le había creado la imagen siempre gélida del típico funcionario de alto rango. En las últimas elecciones generales fue la única ministra que rechazó ir en las candidaturas y no está afiliada, ni ha mostrado intención de hacerlo, al PSOE.
Si las intervenciones de Calviño en el Parlamento realzan su perfil político, la mujer que se queda al mando del Gobierno cada vez que Sánchez está ausente lo acrecentó con su intervención en el último congreso socialista. Acudió a recibir un premio, dedicado al excomisario europeo y expresidente del Congreso Manuel Marín, y aprovechó para exhibir sus credenciales ideológicas familiares. Hasta reveló que hace poco había descubierto que, con ocho años, salió en los primeros carteles electorales del PSOE con una rosa en la mano.
El Gobierno dejó todo el protagonismo a Calviño en una sesión de control, el pasado 22 de septiembre. Sánchez tenía cita en la ONU ese día y además el Ejecutivo desvió a otros ministros las preguntas dirigidas a la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, cuya rivalidad con Calviño empieza a ser legendaria y que se quedó así sin intervenir ese día. La que de hecho era en aquel momento presidenta en funciones asumió el papel y se batió frente al PP con una energía en la que hasta entonces casi nadie había reparado.
Con la salida de Carmen Calvo del Gobierno y el creciente protagonismo de Yolanda Díaz, a la vicepresidenta le han puesto el foco encima y ella no da muestras de sentirse incómoda. En su entorno niegan que haya cambiado su estilo ni que haya recibido indicaciones para bajar más a la arena y, de paso, contrarrestar a Díaz. Aseguran que nunca rehuyó los debates políticos, que siempre enarboló banderas como la del feminismo, que ha intervenido en mítines electorales y que si ahora se habla más de sus intervenciones es porque todos le prestan más atención. Y porque ahora la oposición no le pregunta solo por los datos económicos, también le obliga a pronunciarse sobre cuestiones más generales.
En el nuevo asiento que ocupa desde julio en el banco azul, Calviño tiene a Díaz a su izquierda. Las disputas entre ambas, presentadas como una batalla ideológica entre la funcionaria bruselense y la militante comunista, no han cesado en los últimos meses y esta misma semana han estallado otra vez con todo el estrépito a propósito de la reforma laboral. En el Congreso, sin embargo, nunca han dejado traslucir un mal gesto. Y eso que la oposición no ceja en su propósito de abrir brechas por ahí. El PP intenta provocarla diciéndole que se está dejando imponer por la líder de Unidas Podemos en el Ejecutivo. “La verdadera inspiradora de la política económica del Gobierno es la señora Díaz”, la espetó esta semana la portavoz popular, Cuca Gamarra. La vicepresidenta primera jamás ha mordido el anzuelo. Tampoco la segunda.
Calviño fue una de las sorpresas de aquel primer “Gobierno bonito” con el que Sánchez llegó a La Moncloa tras la moción de censura. Aceptó, entre otras cosas, por su vinculación emocional con el partido en el que, sin embargo, no milita. Y, contra muchos pronósticos, ahí sigue tres años después. Ha resistido a la conflictiva coalición con Unidas Podemos y sus visiones económicas tan distantes. También a lo que ella misma ha definido como “lo peor que le puede pasar a un ministro de Economía”, la mayor crisis en un siglo. Ahora las circunstancias políticas la han puesto donde nunca había estado, en primera línea de ataque. Y la que pasaba por ser otra aburrida tecnócrata se ha metido de lleno en el combate.
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