La prueba catalana del liberalismo español
La democracia como igualdad ante la ley resulta disfuncional en países plurinacionales como España. La crisis sólo tendrá solución si se abandonan las perspectivas parciales de ambas partes, y en este sentido el diálogo es el camino correcto
La reactivación de la mesa de diálogo entre los Gobiernos de España y Cataluña supone una segunda oportunidad para el país tras el estrepitoso fracaso colectivo vivido en 2017. Al dejar pudrir la crisis catalana, Mariano Rajoy condujo a España a la más profunda crisis constitucional desde la muerte de Franco. En lugar de dar una salida negociada al conflicto, el Gobierno central, con la complicidad del resto del Estado (monarquía, sistema judicial y fuerzas de seguridad), optó por la represión y la judicialización del problema.
¿Seremos capaces esta vez de avanzar o nos quedaremos en una nueva ronda de reproches y acusaciones? Otros países desarrollados, cuando se han visto en circunstancias similares, han conseguido evitar el enfrentamiento abierto. Si tomamos distancia con respecto a la manera concreta en que se desarrolló la crisis constitucional de 2017, creo que es posible entender dicha crisis a partir de algunos rasgos específicos del liberalismo político que inspira nuestro sistema democrático.
El liberalismo español, como el francés, se caracteriza por situar en el centro del sistema político la igualdad ante la ley. La ley, como expresión de la voluntad soberana de la nación, es vinculante para todos los ciudadanos. Por ser el reflejo de la voluntad general, la ley no puede admitir excepciones de ningún género. Todos participamos en la elaboración de la misma a través de nuestros representantes y, por tanto, todos estamos igualmente sometidos a ella. De ahí que la Ley para la Reforma Política de 1976, el instrumento legal que utilizaron las élites franquistas para para transitar de la dictadura a la democracia, se abriera en su artículo 1 con esta definición: “La democracia, en el Estado español, se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo”.
En la tradición liberal anglosajona, el enfoque es algo diferente. Se llega a la igualdad ante la ley a partir de un elemento aún más básico, el consentimiento individual, según el cual la comunidad política se forma a partir del consentimiento de sus miembros, quienes aceptan voluntariamente la formación de un Gobierno que se haga cargo de los asuntos públicos. El origen de la teoría política del consentimiento, antes de que la desarrollara John Locke, puede encontrarse en las primeras comunidades puritanas en la América del norte del siglo XVII y en los Levellers de la guerra civil inglesa.
La apelación al consentimiento individual no está totalmente ausente en la tradición liberal española, pero ocupa una posición menor y discreta. Creo que ello explica que el liberalismo español no admita la posibilidad de un conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático, puesto que ambos vienen a ser lo mismo: la legalidad refleja la voluntad ciudadana y la ciudadanía se somete a la legalidad. En el liberalismo anglosajón, sin embargo, no resulta tan problemático considerar que legalidad y democracia no están siempre en armonía perfecta. Ocurrirá así cuando los ciudadanos retiren su consentimiento a la legalidad constituida.
En el momento en que se plantea un conflicto en torno a la composición del demos, como ocurrió en 2017, la tensión entre ambos principios, el de legalidad y el democrático, es máxima. La existencia de esta tensión es lo que precisamente llevó al Tribunal Supremo de Canadá, en su célebre sentencia sobre la independencia de Quebec, a buscar una solución basada en la combinación de ambos. Según el razonamiento del alto tribunal, la Constitución no reconoce derecho alguno a la independencia, pero eso no significa que pueda ignorar sin más una demanda de secesión, siempre que esta sea duradera y la realice una mayoría clara de un territorio. De este modo, la sentencia invitaba a encontrar un acomodo entre los principio constitucional y democrático.
En la tradición liberal española, no hay lugar para el conflicto descrito. El respeto a la legalidad es la frontera infranqueable de la democracia. Lo que no quede cubierto por dicho respeto, se sitúa fuera del ámbito democrático. De ahí que todas las autoridades del Estado hayan entendido que la crisis de otoño de 2017 era simplemente un problema de ruptura de la legalidad. Que un porcentaje elevado de catalanes haya retirado su consentimiento a ser gobernados desde España es un dato irrelevante desde esta óptica. Mientras los independentistas no tengan mayoría suficiente para modificar la Constitución de acuerdo con los procedimientos establecidos, no hay nada de lo que hablar. Da igual si son el 10% o el 90% de los catalanes, el caso es que no suman para modificar la Constitución. Si no consienten, peor para ellos.
Esta forma de entender el problema se visibiliza no sólo en los escritos de fiscales y magistrados del Tribunal Supremo (y del Tribunal Constitucional), sino también en los discursos del Rey. Tanto en su alocución del 3 de octubre de 2017 como en intervenciones posteriores, Felipe VI, cuando se refiere, directa o indirectamente, al asunto catalán, lo hace fijando su atención exclusivamente en la igualdad ante la ley, sin dedicar un segundo al problema del consentimiento. Así se explica también que en toda esta desgraciada historia, cada vez que han surgido conflictos menores entre el principio democrático y el de legalidad, los jueces españoles siempre hayan optado por darle preminencia al segundo: por ejemplo, cuando los tribunales han negado la condición de representantes a políticos catalanes electos por no cumplir algunas formalidades administrativas (algo que ha merecido el reproche de la justicia europea).
La democracia como igualdad ante la ley no plantea problemas graves en países uniformes como Francia, pero resulta disfuncional en países plurinacionales como España, en el que la composición del demos no está cerrada. No nos hemos dotado de instrumentos institucionales ni de una cultura política que permita atender y resolver una crisis de demos. Los liberales españoles querrían vivir en un país como Francia, pero viven en España. Por circunstancias históricas complejas, España no ha conseguido hacer desaparecer las diferencias entre territorios; ni tampoco puede apelar nuestro sistema a una legitimidad de origen tan potente como la Revolución Francesa y la tradición republicana que instaura. El desajuste entre el liberalismo español y la realidad plurinacional explica en buena medida las crisis territoriales recurrentes que sacuden el país.
El actual Gobierno se ha propuesto corregir la intransigencia del anterior con respecto al problema catalán. Ya era hora. El primer paso, a mi juicio, debería consistir en redefinir la situación, dejando de lado las acusaciones por lo sucedido en el pasado, así como el tono belicoso y desafiante empleado a lo largo de estos últimos años. Además, si las autoridades españolas se enrocan en el principio de legalidad y las catalanas en el democrático, el avance será muy difícil. La crisis sólo tendrá solución si se abandonan las perspectivas parciales de ambas partes. En este sentido, todos han de hacerse cargo de la tensión entre democracia y legalidad y entender que el sistema democrático dispone de amplios recursos para resolver la contradicción entre el liberalismo legalista español y la realidad plurinacional del país. De lo que se trata, por tanto, es de exprimir el sistema democrático al máximo hasta encontrar soluciones que sean satisfactorias para todas las partes. Esa es la grandeza de la democracia.
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