En medio de la balacera
Las dinámicas electorales someten a las democracias a la permanente impresión de que se asoman a la catástrofe
Lo que le ocurre al ciudadano del siglo XXI es que termina sintiéndose en medio de una refriega donde le vuelan los disparos sobre la cabeza en todas las direcciones y sin saber cómo proceder: si salir huyendo, protegerse, desenfundar o dejarse volar la tapa de los sesos. Cuando se trata de la lucha por el poder, la selva es siempre el escenario y las normas de circulación establecidas por las leyes suelen crujir por los cuatro costados. En esas estamos, de nuevo en campaña con las elecciones a la Comunidad de Madrid. Las democracias parecen hoy sometidas permanentemente a unas imponentes balaceras que proceden de cualquier sitio y que, amén de generar un ruido ensordecedor, transmiten una sensación de urgencia y de habitar siempre al borde de una catástrofe inminente.
En el reparto de papeles de la sociedad del espectáculo hay uno reservado a cuantos se postulan como defensores de las reglas de juego, de la competencia leal, del Estado de derecho. Su papel es el de ladrar de tanto en tanto cuando asisten por enésima vez a las matonadas de unos o de otros, y de levantar la bandera de la democracia, aun a sabiendas de que se trata de una palabra que según los contendientes puede tener significados muy diferentes. Son esas figuras que aparecen por una calle cualquiera y desembocan en la arteria principal del pueblo, ahí donde se está produciendo el tiroteo. Levantan el dedo, protestan, no hay derecho, así no se hacen las cosas, etcétera. De pronto suena un tiro que les vuela el sombrero, así que se tiran al suelo medio pálidos y asustados. Y la gresca continúa.
En cualquier competencia electoral lleva ocurriendo de todo desde que se inventaron. Los candidatos impostan la voz, hacen grandes promesas, mienten como bellacos si es necesario, no dejan de sonreír cada segundo, quieren multiplicarse por mil para estar en todas partes y poder susurrarle al oído de cada votante: “Ejem, el indicado para solucionarle la vida soy yo, así que no olvide depositar la papeleta con mi nombre”. Basta ver las imágenes del pasado: mítines multitudinarios, líderes que se desgañitan para colocar su mensaje, entusiasmo a raudales de los seguidores de estos o de aquellos, bravatas de los más atolondrados ante sus adversarios, carteles con mensajes en los que cada candidato ha querido dar con la fórmula mágica.
En estas elecciones de Madrid, como ocurre ahora en otras muchas, la distorsión más inquietante es la que introdujo desde el instante siguiente de convocarlas la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, al definir el marco en el que iban a librarse como una opción entre dos términos que solo tienen traducción en el terreno de las emociones: libertad o comunismo. Se ha repetido muchas veces, y resulta ridículo volver a levantar el dedo para decirlo una vez más. Si todo queda reducido a una cuestión de tripas, ¿dónde queda la discusión sobre los problemas de Madrid y las distintas respuestas para resolverlos? En ninguna parte: porque cada palabra, gesto, propuesta o programa va a leerse ya en esa clave de los unos contra los otros. Se acabó la pluralidad, se imponen dos bloques. El problema de esta lógica es cómo salir de ella después. Y esa será la tarea de los próximos meses, o años, quién sabe cuán grande es ya el socavón. Pero cuidado, suena un disparo, vuela un sombrero. ¡Cuerpo a tierra!
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