La España ensimismada sigue estando ahí
Malefakis se ocupó de mostrar brillantemente que lo del duelo a garrotazos no servía, en concreto, para explicar la Guerra Civil
Hay una imagen que les ha servido a algunos para resumir la historia de España y despacharla con el tópico de que este es un país donde no hay manera de entenderse. Es una obra de Goya, Duelo a garrotazos,que muestra cómo dos personajes, “enterrados en un campo hasta las rodillas y armados con garrotes, no pueden variar su posición y deben continuar golpeándose mutuamente hasta que finalmente la muerte ponga fin a su lucha”.
Las palabras citadas son del historiador Edward Malefakis y forman parte del texto que abre La Guerra Civil española, un proyecto que dirigió a mediados de los ochenta para EL PAÍS, donde se publicó en fascículos, y que terminó más adelante convirtiéndose en un libro. Esa “trágica imagen”, comentaba ahí, igual sirve para algunos periodos del pasado español, pero no para todos.
Malefakis se ocupó de mostrar brillantemente que lo del duelo a garrotazos no servía, en concreto, para explicar la Guerra Civil; el conflicto no se produjo porque tocara volver a representar una vieja maldición que sólo le había caído a España. Se enfrentó de ese modo a esa visión tan querida por tantos, y tan popular y tan celebrada, de que España es así, de que está condenada a un conflicto permanente, a una guerra devastadora de los unos contra los otros, y que no tiene remedio, que está en sus genes y forma parte de su esencia; vaya, que lo llevamos escrito.
Para sortear esta lectura, lo que Malefakis hizo fue estudiar lo que estaba pasando en otros países europeos. Distanciarse y comparar. Observó así que hubo otros que tuvieron dificultades parecidas a las que se enfrentó la República: España no fue ningún caso aparte. Y si estalló la Guerra Civil fue por la “extraordinaria ambición” de las reformas que se habían puesto en marcha, y que generaron tensiones, y porque hubo un grupo de militares, apoyado por distintos sectores sociales, que encendió una mecha que prendió fácilmente y que desencadenó la catástrofe. Hubo responsables. No sucedió porque estaba escrito: nada que ver con esos tipos con las piernas enterradas y que se sacuden hasta matarse porque es algo que llevan dentro.
El jueves pasado, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en el homenaje que se le hizo al gran historiador —Malefakis falleció en agosto—, volvió a circular un poco de aire fresco. Como si se hubieran abierto las ventanas y se pudiera respirar de otra manera, fuera ya de esta atmósfera densa, enrarecida, pesada, asfixiante, en la que se ha instalado la política española.
Es hoy cuando parece rondar de nuevo ese gusto por el ensimismamiento, esa querencia tan castiza de recogerse y de enfurruñarse en ser el que se es. Dan por eso ganas de distanciarse y comparar. ¿Qué pasa en otros lados? ¿No hay países donde los políticos renuncian, donde dialogan y pactan, donde abordan reformas y hacen proyectos? ¿O están enterrados en todas partes en sus esencias y le van dando garrotazos al que se acerque?
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