Azaña contra los iconoclastas
La construcción de un Estado competente fue el gran desafío del político republicano
Manuel Azaña tenía 30 años cuando, en una carta que escribió a la revista La Avispa, confesó que se pasaba “la vida leyendo periódicos y novelas al lado de la estufa”. Todavía no era el enorme político que se embarcaría con la República en un puñado de grandes transformaciones que iban a cambiar España; cultivaba entonces su afición por la literatura, pulía sus ideas políticas, estaba armándose de argumentos, buscaba el asunto central sobre el que convenía trabajar para cambiar las cosas. Un par de años más tarde, instalado en París en 1912, volcaba en su diario sus inquietudes. “Demasiada dispersión, demasiadas cosas iniciadas y no acabadas, demasiada inseguridad”, apuntaba, y concluía con un punto de amargura: “Me parece que seré singular en el arte de no hacer nada”.
Pero algo había avanzado. Fue una época en que se puso a explorar los asuntos en los que se enfangaba este país y, como contaba Santos Juliá en Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940), ya había llegado a algunas conclusiones. “Un municipio que restaurar, un caciquismo que erradicar, un Estado que construir, una democracia por establecer y una acción política por desarrollar: ese es el camino para resolver el problema español o, lo que es igual, para hacer del Estado un instrumento al servicio de la transformación de la sociedad”.
Dentro de unos días, el 17, se inaugurará una exposición en la Biblioteca Nacional de Madrid dedicada a Azaña con motivo del 80º aniversario de su fallecimiento en Montauban. Es un buen momento, por eso, para acordarse de aquellos años en que perfilaba su proyecto político. Un objetivo cobraba en él un protagonismo esencial, el desafío de levantar un Estado. A la manera de ese Estado de derecho que peligra ahora y por el que la Unión Europea combate estos días. Estaba harto del lamento por el desastre y de las grandes proclamas que proferían los intelectuales de aquella época desde que se produjo la monumental crisis de 1898. Nada de desgarros, nada de mesianismo político. Digamos que empezaba a vacunarse, explica Santos Juliá, “contra los iconoclastas que pulverizan las viejas imágenes y después se apresuran a ocupar las hornacinas vacías”.
Atravesamos también ahora una profunda convulsión, distinta de aquella de finales del XIX, pero la atmósfera que a ratos lo impregna todo es de derrota. Lo que se ha ido sabiendo de las actividades irregulares del rey emérito contribuye, en plena crisis por la pandemia, a denostar aún más si cabe cuanto se ha ido edificando en las últimas décadas. Habrá errores mayúsculos, sin duda, pero la democracia es el sistema que mejor arbitra los caminos para corregir los desmanes y los despropósitos. Siempre que exista esa voluntad de debate sobre los hechos y sobre las maneras de intervenir sobre estos para encauzarlos. Las propuestas que han hecho una serie de militares retirados tienen en ese contexto el valor de síntoma. Hay quienes pretenden dar un golpe en la mesa y arreglar lo que no les gusta por el procedimiento de eliminar a los que no piensan como ellos. Azaña iba a enfrentarse a actitudes de ese jaez cuando aquellas primeras tentativas sobre lo que debía hacerse —un Estado— se tradujeron en las múltiples políticas que puso en marcha la República. La llama que las inspiró vino sin embargo de mucho antes, de su afán por armar instituciones sólidas para corregir lo que no funcionaba. No hay que olvidarlo.
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