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Estar sin Estar
Columna
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Esa rara cosa

Medio siglo exacto se cumple desde el prodigioso instante en que Neil Armstrong pisó la Luna con el gran salto para toda la humanidad

Jorge F. Hernández

Esa rara cosa que es la humanidad, la cosa rara que somos todos tan diversos y diferentes, divergentes y diáfanos, queda cifrada –según Jorge Luis Borges—en la palabra Luna. Dice que Luna es palabra y letra a la vez, para la compleja escritura de esa rara cosa que somos, numerosa y una. Añade el ciego que lo veía todo, en otro brevísimo poema, que la Luna de las noches de hoy no es la misma Luna que contempló el primer Adán, pues la vigilia eterna de la humanidad entera, de todos los Adanes posibles, la ha colmado de un antiguo llanto. No es la misma Luna: es tu espejo.

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Medio siglo exacto se cumple desde el prodigioso instante en que Neil Armstrong pisó la Luna con el gran salto para toda la humanidad con apenas un breve paso del pie izquierdo, su nombre y el de Aldrin quizá sean recordados por un decreciente porcentaje de curiosos que se unen año con año a la inmensa mayoría que ni idea conserva del tercer hombre: Michael Collins, timón de la nave nodriza que anduvo 24 horas en la órbita lunar como taxista a la espera de los aventureros que danzaban enloquecidos sobre el páramo gris de una magnífica desolación de soledad y silencio.

Medio siglo y la utopía psicodélica con la que se cerraba el telón de una década alucinante prometía restañar las hemorragias de Vietnam, los magnicidios de un pastor negro y un político prometedor que se parecía al Cordobés, las primaveras de Praga y París y el negro otoño de Tlatelolco. La humanidad entera llegaba a la Luna con un afán nada predecible que se aburriría pronto de la hazaña y cuando terminó la última misión a la Luna, con otros tres astronautas anónimos, el gran público estaba más proclive a embelesarse con Star Wars y Luke Skywalker que a recrear la adrenalina verídica que quedó marcada sobre la alfombra polvosa del Mar de la Tranquilidad.

Habiéndose novelado y cantado durante siglos y desde siempre, la faz de la Luna se dio por hecho y ahora que se cumple el primer medio siglo desde que consta que fue caminada a pasitos cortos por los primeros astronautas parece que se cumple el dictamen de los versos de Borges: la damos por hecho por creer que siempre estará en el espejo el mismo rostro nuestro de todos los días, en este mudo tan enrevesado donde millones de usuarios descargan hoy mismo la gratuita aplicación que les permita contemplarse a sí mismos en la pantalla del teléfono con las arrugas, canas, desencantos y diatribas con las que supuestamente hemos de envejecer a la espera de que otro astronauta regrese a la Luna, donde muchos dejamos intacta la infancia.

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