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Columna
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Cada hora cuenta

Llevamos un año hablando de un excombatiente que, a diferencia de sus compañeros hoy en el Congreso, ha estado caminando en el filo de su condición de delincuente

Diana Calderón
El exguerrillero Jesús Santrich este jueves en Bogotá, Colombia.
El exguerrillero Jesús Santrich este jueves en Bogotá, Colombia.J. Barreto (AFP)

Es necesario reconocer que atravesamos por un tiempo de ajuste natural luego de un proceso de paz con las FARC, en el que las partes del sistema necesitan encontrar un engranaje sólido para funcionar bien. Y, sin embargo, sería más fácil si el país tuviera una apuesta única por superar la guerra, la del conflicto y la de nuestras conversaciones habituales.

Partiendo de ese entender las transiciones, no ayuda y por el contrario causa un daño enorme el exjefe guerrillero Jesús Santrich a su partido. Sus presuntos delitos posteriores a la firma del acuerdo de paz, el 1 de diciembre de 2016, no han sido juzgados aún, por una especie de choque de trenes entre las justicias ordinaria y la transicional del post acuerdo (Justicia Especial para la Paz, JEP) y obviamente por el oscuro manejo dado desde el primer día en el caso, en el que han intervenido sin mayores claridades la DEA y otros agentes.

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Su talante provocador, su poco respeto por los otros, nos deja un sinsabor sobre las razones por las que llevamos un año hablando de un excombatiente que, a diferencia de sus compañeros hoy en el Congreso, ha estado caminando en el filo de su condición de delincuente, deshonrando su compromiso con un proceso de paz que le permite hoy gozar de las garantías del Estado de derecho, al punto de haber recuperado su libertad mientras la Corte Suprema de Justicia resuelve sobre su inocencia o culpabilidad.

Para algunos la tarea en el Congreso, ante la posibilidad de que se posesione ahora en libertad, sería la de ayudar a su propio partido. Creo lo contrario: radicalizaría aún más el ambiente, ya no solo afuera, sino en el ejercicio parlamentario, donde las dudas sobre su conducta no reivindicarían nada. Santrich solo debería ocupar esa curul cuando haya sido juzgado.

Triste realidad. Me pregunto si el ciudadano común que ve y escucha las noticias de cada día no siente indignación y hastío entre el poco honor de Santrich y los gritos rabiosos de un parlamentario uribista Carlos Felipe Mejia.

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Y sin embargo, el círculo de capturas y libertades a medias, tribunales que se pronuncian en contravía, nos dejan una única y por demás valiosa lección en una democracia: ver cómo a los Gobiernos les toca gobernar en medio de los de fallos de unas cortes independientes y un Congreso adverso. Presenciar la democracia con sus desafíos para unos y otros.

La Procuraduría, el ministerio público colombiano, ha jugado un papel clave, pero no han sido atendidas sus solicitudes aún, al menos en los tiempos que nos habrían ahorrado el desgaste institucional y la agotadora discusión que alimenta los titulares mediáticos y nos deja llenos de adjetivos y pocos argumentos.

La apelación de la Procuraduría a la Justicia Especial de Paz es para que se revoque el auto que concede la garantía de no extradición a Santrich por considerar la fuerza probatoria del indictment, que equivale a una resolución de acusación, y que prueba que los hechos por los que se acusa al exguerrillero ocurrieron después de la firma del acuerdo. Y, ante la justicia ordinaria, pide que vía Corte Suprema de Justicia acaten el fallo que determinó que la competencia de investigación penal es de la esa Corte, para que ordene la captura y lo escuche en indagatoria, incluso evitando posibilidades de fuga.

Es al menos insólito que ni la JEP ni la Corte entiendan el salvavidas jurídico que les ha lanzado el Ministerio Público. Cualquier decisión contraria no haría más que sembrar dudas sobre la transparencia de la JEP, que deberá juzgar a militares y guerrilleros y a quienes confiesen responsabilidades durante el conflicto.

La Corte, de no apurar sus decisiones, pondría al país ante el riesgo de impunidad, siendo la encargada de evitarlo. Cada hora cuenta para que quienes incumplan con el acuerdo, paguen. Lo que valida el proceso de paz es precisamente eso, premiar la palabra, la verdad y la reparación de las víctimas y condenar lo contrario.

De otra parte, el Gobierno ha venido anunciando que buscará herramientas y otras fórmulas para cambiar aspectos de la ley que no logró hacer a través de las objeciones presentadas y rechazadas por el Congreso. Mientras las reformas que haya lugar no profundicen más las heridas, bien valdría la pena repensar la propuesta de los liberales Héctor Riveros y Luis Fernando Velasco para avanzar en leyes interpretativas, pues al final de las horas, la seguridad jurídica será para los mismos excombatientes que en algunos lugares logran sus apuestas para convertirse en pequeños empresarios, como en Mutatá, en el Urabá colombiano, viviendo de la piscicultura y construyendo carreteras mientras que en otras zonas viven hacinados y temiendo por su suerte.

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