La condena de Mladic desde el salón de los Halilovic que sobrevivieron en Srebrenica
La ciudad bosnia que sufrió la peor matanza en Europa desde la Segunda Guerra Mundial recibe con alivio la sentencia a cadena perpetua contra el jefe militar serbobosnio
Sead Halilovic trabaja de guardia nocturno en un hotelito de tres habitaciones en lo alto de una colina desde la que se contempla toda Srebrenica. Le gusta pensar que este trabajo anodino con buenas vistas también lo desempeñaron otros colegas intelectuales como Charles Bukowski y Roberto Bolaño. El miércoles, después de barrer y dejar preparado el desayuno, se fue a dormir a casa. En un día normal no se hubiera despertado hasta mediodía, pero el de ayer no lo era. A las diez ya está sentando frente al televisor por un motivo de peso: el hombre que mató a su padre espera sentencia.
Sead ha estado toda la vida aguardando este momento, y ahora que ha llegado no sabe muy bien cómo afrontarlo. La alegría es un sentimiento que le es ajeno. Justicia le parece una palabra grandilocuente difícil de aplicar en los Balcanes. El momento tiene un punto de indefinición que le incomoda. Se ha enfundado una camiseta de la OTAN, la única cien por cien algodón de su armario, y bebe un café cargadísimo mientras la madre prepara un guiso de cordero con alubias.
-Siéntate en el sofá, mamá. Veamos esto juntos.
-Prefiero estar atareada.
En la pantalla aparece Ratko Mladic, de traje azul y corbata roja. El general serbobosnio lleva auriculares para escuchar la traducción simultánea de la sentencia que le va a imponer el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) por el genocidio de Srebrenica, un enclave rodeado de tropas serbias durante la guerra civil de Bosnia.
En esta ciudad montañosa y gélida, Mladic y sus hombres perpetraron en 1995 una limpieza étnica con el asesinato de 8.000 hombres musulmanes, entre ellos el padre de Sead y el también marido de la señora que prefiere marear el cocido a tener que ver la cara de ese hombre que ha llegado al tribunal con una media sonrisa. Hoy Srebrenica tiene poco más de 15.000 habitantes, menos de la mitad de los que tenía antes de la masacre.
Su marido se llamaba Halid Halilovic y tenía 34 años cuando experimentó la soledad de un condenado a muerte. Días antes de la caída de Srebrenica, cuando era inminente que Mladic iba a tomar la ciudad, decidió huir campo a través con otros hombres del pueblo. En el camino debieron de ser capturados. Un vecino dijo haberlo visto de refilón en una población cercana, con las manos atadas a la espalda y la cabeza gacha, como si fuera consciente de que había llegado el final.
No volvieron a saber nada más de él. Sefika, la madre, fue acogida como refugiada en una ciudad cercana, junto a sus tres hijos. También perdió a dos hermanos, tres cuñados y cuatro sobrinos. Y un gran número de parientes que ni si quiera es capaz de procesar. Ahora por fin ha decidido sentarse frente al televisor a escuchar la lectura de la sentencia, que se alarga más de una hora. “Ese hombre”, dice señalando a Mladic, “me arrancó mi vida. Se llevó mi marido. ¿Y todo para qué? Nada volverá a ser como era antes”.
Acabada la guerra, le ofrecieron volver a su casa de Srebrenica, el edificio de ladrillo visto de dos plantas en el que hoy ve la tele. Las autoridades tuvieron que desalojar a unos serbios que la habían ocupado a la fuerza. Antes de irse arrancaron las puertas, las ventanas, el cuadro eléctrico, y dejaron destrozado el sótano que habían usado como cochiquera. Al final allí se instaló y crio a sus hijos con la pensión de viudedad que le da el Estado.
Hace unos años la llamaron por teléfono para informarle de que habían encontrado los huesos de su marido en una fosa común. Tuvo que esperar a los resultados de ADN para poder enterrar su cadáver, pero ella desde el principio supo que era él al ver sus restos en fotografía; reconoció la ropa interior que le había lavado el día antes de que se marchara.
De repente, la lectura de la sentencia queda interrumpida. Mladic ha pedido un receso para ir al baño. Sead, de 33 años, hace lo propio. Al volver, Sead se sienta en el sofá, pero el militar no tiene una actitud tan digna, pierde los papeles, vocifera y hace aspavientos. Acaba expulsado de la sala. Es la ópera bufa de un criminal. “Es el asesino de mi padre, ¿verdad? Pero también un hombre triste y desequilibrado. ¿Sabe que su hija se suicidó en mitad de la guerra al descubrir qué hacía su padre? Usó su pistola. Aquello le tuvo que doler”, cuenta Sead.
Él también intentó escapar de alguna manera del horror que lleva implícito Srebrenica. Sus años universitarios los pasó en Grecia, donde conoció a una chica kirguisa. Planearon vivir juntos en algún país occidental donde los muertos no tuvieran más presencia que los vivos. Pero a última hora se echó atrás y regresó a Srebrenica, atraído por algo que no consigue nombrar. Desechó un futuro emocionante por pasar el día en casas de apuestas jugándose el dinero en partidos de Segunda División española y la noche en un empleo de 150 euros al mes en un hotel casi siempre lleno de visitantes interesados en conocer el lugar de la masacre. Turismo morboso, lo llama Sead.
Los comentaristas de la televisión bosnia interrumpen la emisión en Sarajevo, donde una mesa de expertos comentaba en tiempo real la sentencia, y conectan con La Haya. La sala se pone en pie para escuchar la condena a Mladic: cadena perpetua por genocidio.
La madre ahoga un grito nada más escuchar el veredicto. Levanta los brazos y muestra la fe que la ha mantenido en pie durante tantos años: “Gracias a Dios”. Sead arquea las cejas. Eso es todo.
En el memorial de Srebrenica, un enorme mausoleo donde entierran a las víctimas del genocidio que van encontrando tras años de búsqueda e identificación de los cadáveres, hay abrazos y lágrimas que recogen todas las televisiones del mundo, en directo, pero en la casa de los Halilovic todo parece haberse acabado. Sefika sirve el guiso de cordero a los nietos que acaban de llegar a casa y Sead quiere irse a dormir para no estar frito esta noche en el trabajo.
Antes de irse, quiere añadir algo: “Antes me preguntaba por qué había vuelto y no supe contestarle, pero creo que ahora sí. Regresé a Srebrenica para vivir la vida que le robaron a mi padre. Vivo en la casa que él construyó, cuido de mi madre. De no haber vuelto nunca, le hubiera dejado ganar a gente como Mladic”.
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