Lo que no aprendimos en los Balcanes
Macedonia, Serbia, Croacia y Eslovenia son la línea de frente no de la guerra de Siria, sino de una de las principales consecuencias del conflicto: la migración en masa
Esta primavera se cumplen 25 años del estallido de la guerra en Croacia. Para quienes, como yo, fueron periodistas en Croacia y luego en Bosnia, el tan manido dicho “parece que fue ayer” es dolorosamente cierto. Pero a los jóvenes, adolescentes o veinteañeros, que se hicieron adultos tras la destrucción de Yugoslavia, la existencia de los países que la sustituyeron —Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia— les parece tan normal como la existencia de Yugoslavia lo era para mi generación.
No hay pánico a que vuelva la guerra, sino a verse ahora engullidos por otra, la de Siria y sus refugiados
Sin duda, las noticias procedentes de estos Estados sucesores no pueden considerarse buenas en absoluto, pero no hay motivos para pensar que vaya a estallar otra guerra. Eslovenia se integró en la Unión Europea en 2004 y Croacia nueve años después, mientras que Serbia está negociando su acceso a la UE, aunque en Bruselas nadie crea que sea algo inminente. Incluso en Bosnia-Herzegovina, que en la práctica sigue dividida en dos entidades autónomas étnicamente diferenciadas, es poco probable que se altere la paz fría que ha imperado desde la firma de los acuerdos de Dayton en 1995, con los que se puso fin a la guerra de Bosnia. Puede que los habitantes de la antigua Yugoslavia —sobre todo los de Bosnia-Herzegovina— no hayan olvidado lo que pasó, y menos aún perdonado, pero tal como sucede con las comunidades de unionistas protestantes y nacionalistas católicos de Irlanda del Norte, se han puesto de acuerdo al menos en que no están de acuerdo sobre lo que pasó ni sobre quién fue el culpable y ya no matan ni mueren por ello. En el mundo actual, lamentablemente erosionado y embrutecido por el terrorismo y el calentamiento global, ¿eso puede llamarse sabiduría?
Pero, ¿qué pasa con los los principales actores internacionales en la tragedia de los Balcanes de la década de los noventa (la UE, Estados Unidos, el sistema de Naciones Unidas y, en menor medida, la Federación Rusa)? ¿Qué han aprendido, si es que han aprendido algo, del colapsado a sangre y fuego de Yugoslavia? La respuesta es que no demasiado. Esto no debería sorprendernos. Porque, a pesar de la tan celebrada máxima de George Santayana sobre que “quienes olvidan el pasado están condenados a repetirlo”, empíricamente en realidad es mucho más fácil justificar la afirmación contraria, es decir, que, rara vez o nunca, aprendemos nada del pasado.
Esto no ha impedido que, durante los últimos 25 años, se erija virtualmente una industria casera que produce estudios sobre “las lecciones aprendidas” en los Balcanes durante la década de los noventa. Pero los acontecimientos en Libia y Siria parecen demostrar más bien que la llamada comunidad internacional, nombre ya de por sí poco apropiado dado que, en la práctica, resulta extremadamente difícil distinguirla de la OTAN, no ha aprendido nada en absoluto. Se cuenta que en 1939, en vísperas del estallido de la II Guerra Mundial cuando las tropas montaban guardia tras el vasto complejo de fortificaciones conocido como línea Maginot, el Estado Mayor la Defensa francesa estaba preparado para ganar definitivamente la I Guerra Mundial y evitar al mismo tiempo la matanza a gran escala del frente occidental entre 1914 y 1918. Aplicando el mismo principio, podemos afirmar sin dudarlo que, en 2016, la ONU está preparada para defender Srebrenica de manera eficaz, e impedir el asesinato masivo de la mayor parte de su población masculina adulta, en vez de contemplarlo con impotencia, como hicieron los cascos azules de la ONU en 1995, mientras tenía lugar la masacre.
E incluso, si en honor a la discusión, se admite, pongamos por caso, que tras los Balcanes hay algunas “lecciones aprendidas” sobre las intervenciones militares destinadas a evitar masacres, no parece que sea transferible al lugar donde tienen lugar las masacres de la segunda década del siglo XXI, sobre todo, claro, en Siria. Lo que esto significa es que esas lecciones no solo son inútiles sino que dan una falsa esperanza tanto a la gente que se encuentra en Siria (y en Irak o en Libia) como a muchas otras personas con conciencia que viven en el norte del planeta, y a las que las élites políticas de sus países y muchas ONG humanitarias y organizaciones de derechos humanos les han hecho creer que, tras la guerra de los Balcanes, —pero también tras la de Ruanda— y con la adopción por parte de Naciones Unidas de la doctrina conocida como el derecho a proteger, hay, al menos en teoría, un mandato que rige la intervención exterior para detener la matanza.
Me pregunto si la ferocidad y crueldad de las guerras de Croacia y Bosnia no eran una especie de infernal terreno de pruebas
En uno de los momentos más amargos durante los años que pasé como corresponsal en Bosnia durante la guerra, escribí que el eslogan “Nunca más” —que fue la primera expresión de lo que se convertiría en el tema principal de una revolución de los derechos humanos según la cual jamás se permitiría que el genocidio de los judíos europeos se repitiese— era un lema que, en realidad, significaba que los alemanes nunca más matarían a los judíos europeos durante la década de 1940. Sin duda, había perdido la esperanza. Pero lo que ocurría en los Balcanes a principios de la década de 1990 se ha expandido como una metástasis por gran parte del planeta. En ocasiones me pregunto si la ferocidad y crueldad de las guerras de Croacia y Bosnia no eran una especie de infernal terreno de pruebas para las guerras mucho mayores a las que nos enfrentamos ahora, 25 años después, del mismo modo que la Guerra Civil española fue, entre otras cosas, un campo de pruebas para las tácticas militares empleadas por todos los bandos durante la II Guerra Mundial. En cualquier caso, después de Siria, yo desafiaría a todos aquellos que, frente a todo ese horror sin tregua, sigan mostrándose optimistas, a que se pregunten: ¿estaba equivocado?
¿Y qué efecto tiene esto en la actualidad en los Balcanes? Irónicamente, Macedonia, Serbia, Croacia y Eslovenia son la línea de frente no de la guerra de Siria (o de las de Irak, Afganistán y, en un grado menor pero no intrascendente, la de Pakistán), sino de una de las principales consecuencias del conflicto: la migración en masa. De modo que, en Skopie, Belgrado, Zagreb y Liubliana, no hay pánico a que vuelva la guerra, sino a haberse recuperado de una guerra y verse ahora engullidos por otra, una preocupación que comparten no solo la mayoría de los políticos, sino también gran parte de los ciudadanos.
Bienvenidos a la Europa del siglo XXI, un continente que consiguió contener las guerras de Yugoslavia, aunque en la práctica esto significase permitir que la matanza continuase durante varios años, pero que no tiene ni idea de cómo frenar una crisis de refugiados que, por difícil que resulte de creer, parece que no veían venir.
Como he dicho antes, quizás no sea tan difícil de creer. Después de todo, hasta que ocurrió la debacle de Yugoslavia, la élite europea, en toda su pasividad y engreimiento tan caprichosos, pensaba que no volvería a haber otra guerra en el continente.
David Rieff es periodista estadounidense. Cubrió las guerras de los Balcanes, sobre las que escribió Matadero: Bosnia y el fracaso de Occidente. Acaba de publicar El oprobio del hambre (Taurus).
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