Rumbo a Europa a través de las peligrosas aguas del Mar Negro
Con el refuerzo de las patrullas en el Mediterráneo y los controles en la vía balcánica, los traficantes de personas exploran la arriesgada ruta desde Turquía a Rumania
A la abuela Sama no le apetece levantarse. Se pasa la mayor parte del día echada sobre un colchón que ha colocado en el suelo de su habitación del centro de refugiados de Galati (Rumania). Al lado descansa el somier vacío. No le gusta dormir “en alto”, cuenta encogiéndose de hombros. La estancia, que comparte con dos de sus hijos, sus esposas y cuatro nietos, huele a cerrado. Los únicos adornos en las paredes son un cartel que prohíbe fumar, una televisión y un aparato de aire acondicionado con dos pegatinas de la bandera de la UE que atestiguan que se ha pagado con fondos comunitarios. Allí viven desde que llegaron a Rumania a principios de septiembre, después de una complicada travesía por el mar Negro desde Turquía.
Abandonaron Irak y su pueblo, cerca de Kirkuk, para llegar a Europa. Ahora, se queja la abuela Sama, están varados en esta ciudad del delta del Danubio (250.000 habitantes), a unas cuatro horas en tren de la capital, Bucarest. “Quisimos irnos hace mucho tiempo por la guerra, pero no teníamos con qué pagar el viaje. La idea era llegar a Alemania, donde está otro de mis hijos. Ahora estamos en Rumania…”, se lamenta la mujer de rostro redondo, que cubre su cabello con un pañuelo azul a juego con su jersey estilo marinero. Durante la travesía vio algo terrible.
Desde que se inició la crisis migratoria en 2015, Rumania no ha estado entre los destinos de los cientos de miles de refugiados e inmigrantes que aspiraban más bien alcanzar Alemania o el norte de Europa. El segundo país más pobre de la UE —tras Bulgaria— ha sido, por el contrario, tradicional emisor de migrantes hacia los Estados ricos de la UE. Tampoco era considerado lugar de tránsito. El mayor de los países balcánicos (20 millones de habitantes) es miembro de la Unión desde 2007 pero no forma parte del espacio Schengen de libre circulación; además, sus fronteras con Hungría —que sí es Schengen— son físicamente mucho más hostiles que otras vías. Esto y su postura europeísta han mantenido al Gobierno rumano un poco al margen de las posturas severamente anti-inmigración que comparten sus vecinos del Este.
Este año, sin embargo, con el refuerzo de las patrullas en el mar Egeo y las costas libias, el país magiar vallado y la ruta balcánica casi sellada por los controles, Rumania ha pasado a ser una alternativa para alcanzar Europa. Sobre todo por mar, desde Turquía. En 2017, han sido detectadas por esta ruta 800 personas, casi todas en agosto y septiembre, según datos de las autoridades rumanas. La mayoría son familias con niños provenientes de Irak y Siria, también paquistaníes e iraníes.
Todavía es pronto para hablar de una ruta consolidada, apunta Mircea Mocanu, de la oficina en Rumania de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que cree que los traficantes están “explorando” vías alternativas para entrar a la UE desde el Este. La ruta se había usado antes, pero con cuentagotas. Por esa vía fueron interceptadas 430 personas en 2014, 68 en 2015 y solo una el año pasado, según datos de la OIM. Cruzar el mar Negro —al que los antiguos griegos llamaban mar inhóspito— es mucho más arriesgado que el Mediterráneo, según los expertos. También es una ruta más larga y costosa. Si navegar desde Turquía a alguna de las islas griegas puede llevar unas cinco horas, el trayecto hasta los puertos de Constanza, Mangalia o Midia puede suponer entre 24 y 48, en función de la embarcación y el estado del mar. Y las mafias utilizan pequeños barcos que no lo tienen nada fácil en esas aguas.
“No lo llaman mar Negro por su color sino por su peligrosidad e imprevisibilidad”, recalca Fabian Bdila, de la Guardia Costera rumana. Bdila alerta de que con la llegada del frío se vuelve aún más arriesgado. En septiembre, al menos 36 personas murieron allí en dos naufragios y desde entonces apenas se han localizado embarcaciones. En la que viajaba la abuela Sama falleció un hombre. “El mar estaba muy fuerte y cayó por la borda. Yo me pasé el viaje rezando, pensé que moriríamos todos”, relata a través de un traductor de árabe. Se le hizo eterno.
El mecánico Tarek Mohammad, su esposa, Aya, y sus cuatro hijos pequeños también llegaron a Rumania por la ruta del mar Negro. Pagaron 12.000 dólares (más de 10.000 euros). Se embarcaron en Amsara (a unas seis horas en coche desde Estambul) en un pequeño pesquero con otras 70 personas. “Era un barco viejísimo con espacio para 30, como mucho. Pasamos un miedo tremendo”, apunta Tarek, de 43 años. Cuando llevaban un día entero a bordo, descompuestos por el fuerte oleaje y el estrés, se enteraron de que su destino era Rumania. “Se empezaba a ver que era todo muy raro, muy largo, y fue entonces cuando nos lo dijo el capitán, un turco”, cuenta Tarek. Su familia y otras tantas pensaban que llegarían a Grecia. “Tú pagas y ellos te llevan, pero nunca te dan los detalles. Es todo un gran lío”, confiesa el mecánico.
Tardaron 32 horas en ser rescatados por una patrulla de la Policía de Frontera rumana. Llegaron a suelo europeo el 6 de agosto y ahora viven en el centro de refugiados a las afueras de Galati, con capacidad para unas 170 personas, uno de los seis que existen en el país, que ha recibido a 728 refugiados de los 4.165 que acordó con la UE acoger desde Italia y Grecia. El complejo de edificios grises al más puro estilo comunista que, en aquella época, albergaba los cuarteles y las oficinas de la policía militar de aduanas, es uno de los lugares a los que trasladan a quienes entran al país ilegalmente por mar.
En el patio de césped raído, se columpian Yara y Hakim, de siete y dos años, los hijos pequeños de los Mohammad. La mujer, con los ojos color avellana delineados en negro, relata que no solo la guerra y el ISIS les expulsaron de Kirkuk. También algunos “problemas familiares”. Ella es árabe y él, kurdo, y el matrimonio mixto no ha dejado de recibir presiones y hostilidad. “Al final por una cosa u otra tuvimos que irnos”, afirma Aya, que en Irak trabajaba en casa, cuidando de los hijos.
Los traviesos Yara y Hakim y sus hermanos Vanesl y Vahel, de 12 y 9 años, van a la escuela del centro de refugiados. Allí, junto a los otros casi 70 niños (13 llegados por la ruta del mar Negro), reciben lecciones de rumano, juegan y colorean. Sus padres han pedido asilo, pero todavía no saben qué va a ser de ellos. Las autoridades rumanas proporcionan a los solicitantes de refugio una ayuda de 3,5 euros al día para comida y otros gastos personales, a la que se suma otra de 117 euros al mes (por un máximo de 12 meses), explica Paul Burghele, director del centro de Galati.
Es lo que reciben Chnar Kret y su familia. Ella tiene 38 años y una sonrisa brillante. Mientras ordena los cacharros en una de las cocinas comunitarias cuenta que llegó con su esposo, Obel Rasul, y tres de sus hijos. “Hemos tenido que dejar al mayor, de 17, en Irak. No teníamos dinero para todos los pasajes”, cuenta nerviosa. Por el viaje en barco pagaron 10.000 euros. A la hija mediana, de seis años, con problemas neurológicos, no le cobraron, cuenta. Chnar, ama de casa, dice que está contenta en Galati. Su esperanza es que les concedan el asilo y que su esposo, que en Erbil era taxista, encuentre un empleo: “Queremos quedarnos aquí. No tenemos familia en Europa y ya hemos viajado bastante”.
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