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Los nietos que vinieron del mar

Una residencia de ancianos siciliana acoge a un grupo de refugiados. La convivencia entre jóvenes y mayores alivia los dramas de ambos grupos

El afgano Rafi Shakirulla enseña cómo se hace el pan en su tierra
El afgano Rafi Shakirulla enseña cómo se hace el pan en su tierraSergio Marras

La Casa Valdese está en la ciudad de Vittoria, una pequeña urbe de 60.000 habitantes que proporciona servicios agrícolas a la provincia de Ragusa y que no disfruta de una historia turística ni de glamour cinematográfico como sus pares de Taormina, Palermo o Siracusa.

Los ancianos sólo sabían de la llegada de inmigrantes por las noticias de la televisión y no habían visto un africano o un asiático personalmente en su vida. La mayoría dormía su siesta de agonía esperando el final.

- ¿Sabes lo que es ser escéptica?, pregunta Anita Pastorella, una comerciante retirada de 93 años, viuda, que se vanagloria de haber tenido una tienda de artículos de lujo que vendía hasta lámparas de Bohemia, - Eso soy yo. No me interesa nada. Antes tenía un carácter alegre, bromeaba siempre. Estoy esperando la muerte, con paciencia; he llegado a la estación final.

La señora Melano, Beppino, el señor Occhipinti, la argentina Raquél Handú, casi todos en los noventa años, alguno a punto de pasar los cien, ya no esperaban mucho más de la vida hasta que llegaron los “ragazzi”: Kekuta, Abubakar, Rafi, Zerom, entre muchos otros, primero con sus sonrisas forzadas, ancladas entre el terror y el asombro, que poco a poco fueron cambiando por otras de agradecimiento y solidaridad.

Abubakar Yabuku, de Nigeria, pasea en la playa a Anita Pastorella.
Abubakar Yabuku, de Nigeria, pasea en la playa a Anita Pastorella.Sergio Marras

Francesco Giuseppe Occhipinti, un químico jubilado confiesa que desde la llegada de los muchachos todo ha cambiado en la residencia.

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- Su presencia ha entregado un cierto “color”. No por el color de su piel sino por su energía y amor a la vida, puntualiza.

Occhipinti les hace clases de historia y actualidad italiana lo que lo aleja de sus penas personales que declara inconfesables. Sin embargo, las tragedias de los refugiados son también infinitas.

Anthony Ifezme, de 27 años, cristiano de Nigeria ha huido de la gente de su propio pueblo en el norte de su país. Se enamoró de una musulmana. Se iban a casar y ella esperaba un hijo suyo. Pero no fue posible, su propio cuñado, militante del grupo fundamentalista Boko Haram, puso una bomba en la iglesia de Anthony, matándola a ella con el niño que esperaba. Ifezme huyó de Nigeria antes de que lo mataran a él y a toda su familia. Pronto partirá a Catania con sus papeles en regla.

Zerom Kifle, ciudadano de la poco conocida nación africana de Eritrea huyó porque el servicio militar de la dictadura que la rige se ha convertido en…vitalicio. Los jóvenes, sólo por mala comida y alojamiento, tienen que servir al cuarto mejor equipado ejército de África que consume el 50 % de su PIB en sus devaneos militaristas. Adivinar con los ancianos quién tiene la mejor estrategia en el bingo, bailar y cantar juntos, acompañarse en paseos por la playa, guitarrear con Salvatore –que recuperó el canto y la guitarra con los nuevos visitantes-; cocinar, asistir regularmente a las clases de italiano, armar partidos de fútbol con la policía local, o participar en la carrera organizada por los clubes deportivos de Vittoria son las tareas a las que se abocan los muchachos mientras las autoridades les tramitan sus documentos.

Para Francesca Donzelli, profesora jubilada, su llegada ha sido un “cambio dulce”, como si se hubieran conocido de toda la vida. Les hace clases de italiano y los prepara para aprobar la secundaria italiana y así puedan ir a la universidad. Todos sus alumnos la llaman “mamma”. Muhamad Assif, pakistaní de 26 años es uno de ellos.

Navegó durante 36 horas desde Libia en un bote inflable con doscientas personas a bordo, sin agua ni comida, con un brazo quebrado después de haber sido golpeado casi hasta la muerte por paramilitares del régimen paquistaní. Ahora hay dos ancianas que se preocupan especialmente de él, la señora Melano y la señora Donzelli. Rehará su vida en Napolés. -Me abrazan, me comprenden, confiesa Muhammad. -Aquí me siento seguro.

Para la educadora de la Casa Valdese, Antonella Randazzo, los jóvenes

buscan a los ancianos como un punto de referencia, como un apoyo y un consuelo.

- Se abrazan, se acurrucan, se dan besos. Se necesitan. El anciano necesita sentirse útil y el joven necesita una familia, dice.

Las voluntarias del Servicio Social Italiano son las únicas personas de

su edad con que se relacionan.

Según Laura Giacomarro, de 26 años, voluntaria, profesora de italiano, a ellos –mayoritariamente musulmanes- les resulta extraño estar cerca de una mujer que les hace clases. Una mujer con el pelo suelto, con los hombros y el cuello a la vista. Están habituados a que siempre lleven velo.

- Deben aprender a relacionarse con mujeres de igual a igual, dice.

Leandra Arena, joven y bella voluntaria de 24 años, al ser preguntada si los jóvenes no se enamoran de una chica como ella dice que es difícil ya que las costumbres son muy diferentes a pesar de la cercanía que logran.

- Hay que partir explicándoles que en Italia, al menos oficialmente, un hombre no puede tener tres o cuatro mujeres simultáneamente, comenta sonriente.

Para Michele Melgazzi, director de Casa Valdese, ha sido solo el azar el que juntó a ancianos e inmigrantes en esta experiencia. Participaron de un programa del Ministerio del Interior italiano que ofrecía 40 dólares diarios como subvención por persona a quien recibiera inmigrantes. Una vez consultados los ancianos y sus familias, decidieron hacerlo. Primero con sólo trece. Ahora con más de treinta. Con esto la Casa no gana dinero, apenas paga los gastos, pero le han dado un nuevo tipo de vida a sus antiguos huéspedes y han sido solidarios con los viajeros.

Para la argentina, Raquel Handú, los jóvenes le han devuelto la vida: ha podido hacer teatro y cantar ópera con ellos. De la cosas buenas de la vida confiesa sólo echar de menos los bifes del Río de la Plata con puré de patatas.

Francesca Donzelli, la maestra, no tiene miedo de que entre los inmigrantes se cuelen combatientes del Estado Islámico. Dice que no hay que dejarse avasallar por el temor.

- Hay que construir puentes y no muros, dice con rabia.

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