Batalla de relatos sobre la guerra en Colombia
Las víctimas del conflicto han demostrado una enorme madurez en su movilización y en sus reivindicaciones
En la calle 26 de Bogotá ya casi no quedan muros vacíos. A primera vista pareciera que todas las paredes, por pequeñas o poco visibles que sean, están cubiertas de verdaderas obras de arte urbano, murales muy bien pintados que por lo general aluden al conflicto armado, a los crímenes cometidos contra los movimientos sociales y los partidos de izquierda, al drama del desplazamiento, a los líderes caídos (el genial humorista Jaime Garzón, asesinado por los paramilitares en 1999, cuenta con un gigantesco mural conmemorativo). A pesar de la crudeza del tema, no suelen ser imágenes fúnebres o lastimeras. Por el contrario, los grafitis tienen un tono más bien celebratorio, festivo: señalan la herida, algunos incluso aportan cifras (“3.600 víctimas Unión Patriótica 97% de impunidad”, se lee en un mural de la calle 26), pero casi todos son invitaciones a resistir desde la alegría, a apostar por el futuro, a decir en voz alta lo que la larga noche del uribismo había convertido en tabú.
Otros grafitis se solidarizan con los movimientos campesinos que, desde septiembre pasado, han vuelto a cobrar visibilidad a raíz de un paro nacional que puso contra las cuerdas al gobierno de Juan Manuel Santos, quien, después de negar la mera existencia del paro, se vio obligado finalmente a prometer rectificaciones en sus ineficientes políticas agrarias. Tanto los grafitis como las maromas teológicas de la retórica presidencial alumbran un hecho más profundo y es que, en paralelo a las negociaciones y las balas, se está librando una batalla por el control del relato acerca del conflicto y de su posible significación política para las generaciones venideras.
Y en esa batalla de relatos la figura de la víctima ocupa un rol central, en especial desde mediados de 2011, cuando el congreso aprobó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, un ambicioso y bienintencionado proyecto del actual Gobierno que, pese a otorgar cobertura legal a los reclamos más que legítimos de los millones de desplazados internos, no ha conseguido desatascar las tramas burocráticas que enmarañan los procesos de restitución ni ha evitado nuevas matanzas y desplazamientos. En todo caso, la entrada en vigor de la ley parece haber reactivado las demandas sociales que el anterior Gobierno había reprimido militar y mediáticamente y, a pesar de los obstáculos, las intimidaciones y los asesinatos, la conformación de la mesa nacional de víctimas, con sus respectivos representantes y líderes regionales, avanza de manera satisfactoria.
Todavía es pronto para saber qué papel van a desempeñar esos líderes en un eventual escenario de posconflicto, ni siquiera sabemos si el Gobierno dará las garantías necesarias, tanto en lo concerniente a la seguridad de los activistas como a la hora de definir los mecanismos de participación. Lo único cierto es que las víctimas tienen la voluntad y la capacidad de organización para convertirse en un actor relevante en la construcción de la paz. Falta ver si para las partes en conflicto es deseable o al menos conveniente tener unas víctimas movilizadas y no un corral de mansos corderos que esperan un simple cheque de indemnización. Desde luego, muchos preferirán unas víctimas de cartón piedra, estereotipos de la sensiblería altermundista, susceptibles de recibir pasivamente todas las muestras de paternalismo disponibles. Pero ese no parece ser el modelo predominante entre los líderes de las numerosas asociaciones de víctimas existentes en todo el país. Por lo visto, la gente está organizada, produce discursos, comunica, crea escuela y sabe que la ley es una herramienta a su disposición. Veremos si el Gobierno y la guerrilla de las Farc –en caso de que llegue a desmovilizarse, claro- están a la altura de un pueblo que, en medio de tantos golpes, sigue levantando la cabeza con orgullo y verraquera.
Juan Cárdenas es escritor colombiano, autor de Los estratos (Periférica)
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