Muerte con las calles vacías
El día había empezado distinto y casi irreal: era el día del censo. Cada diez años, contamos cuántos somos, cómo están integradas las familias, dónde vivimos, y qué grado alcanza la deserción escolar. ¿Tiene su casa agua corriente? ¿Cuántos integrantes de la familia tienen un trabajo estable? El censo cambió completamente la fisonomía de la ciudad, aún más que un feriado. Negocios cerrados por ley, y el pedido del gobierno de que permaneciéramos en nuestras casas. Las calles de Buenos Aires, siempre llenas de automóviles y peatones, quedaron desiertas; el ruido de las bocinas y los motores fue reemplazado por el canto de los pájaros. A pesar de que los chicos no tenían que ir al colegio, me levanté temprano. Como todas las mañanas, encendí la radio: en los noticieros casi no tenían noticias que dar. Con buen tino, los locutores incitaban a que los vecinos de la ciudad recibiéramos bien a las maestras y maestros encargados de la tarea, y que los invitáramos con un café con leche. El habitual reporte de accidentes de tráfico fue suspendido por falta de choques. Era un día perfectamente irreal, miércoles disfrazado de domingo y llevado a su quintaesencia. Todos estábamos en casa con nuestras familias y haciendo planes para la tarde. ¿A quién visitaríamos?
Pasadas las 9 llegó la noticia de la muerte de Kirchner que golpeó en cada casa como si se tratara de otro extraño censo, encargado de averiguar nuestras reacciones ante lo inesperado. Cada vez que llueve, sentimos que vemos la lluvia por primera vez, que nos habíamos olvidado de que existía. Con la muerte ocurre algo parecido: nos llega la noticia de que ha muerto el ex presidente, pero a la vez la noticia de que existe la muerte, como si no lo supiéramos del todo. Kirchner era la imagen misma de la vitalidad; los conflictos, que a las personas comunes nos desgastan, a él parecían alimentarlo. Inclusive su problema cardíaco, lejos de mostrarlo como alguien vulnerable, aumento su imagen de vitalidad, ya que salió de la clínica casi de inmediato, como si una operación así fuera semejante a una torcedura de muñeca o un raspón. Ya nadie hablaba de su salud, solo de las elecciones del año que viene, y de las probables alianzas. En medio de la paz sobrenatural, su muerte aumentó la sensación de irrealidad, como si nuestras ciudades desiertas hubieran sido el escenario largamente preparado para que recibiéramos la noticia.
Pero otra cosa hará que nos quede en la memoria la relación entre el censo y la muerte de Kirchner. Desde siempre hemos sido un país que se pregunta por su identidad. Incesantemente hemos buscado que nos respondan cómo somos, como si hubiera una evanescente esencia, siempre en fuga, que sólo un ojo ajeno pudiera descubrir. Visitantes como Ramón Ortega y Gasset y Julián Marías, en épocas distintas, tuvieron esa misión de oráculos importados. Y cada censo reactualiza esas cuestiones, como si los números fueran una lengua encriptada que permite acercarnos a una demorada y secreta verdad. Kirchner encarnó como nadie los enfrentamientos de la política argentina. Todo giró a su alrededor estos últimos años, y ahora ese centro ha quedado vacío. Su muerte pasa una planilla con preguntas que todavía no se pueden responder.
Pablo de Santis es escritor argentino.
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